Pablo Rocca: Impresos y mediaciones en la primera gauchesca rioplatense (1819–1851)

  • Posted on: 29 April 2014
  • By: nanette

1. Imprimir/ representar

Estudiando el caso del molinero inventor de una cosmogonía individual, Carlo Ginzburg afirma que “la idea de cultura como privilegio […] fue gravemente herida por la imprenta” (Ginzburg, 181). Hecha la transposición al medio en que se gesta y se expande la Revolución de Mayo en el Río de la Plata, el enunciado, manteniendo su vigencia, se disemina. En el ápice del proyecto ilustrado occidental una revolución periférica que se asume como liberal, antimonárquica y anticlerical se servirá de la imprenta para ampliar el círculo de la ciudadanía, pero se encontrará con la limitación del abrumador analfabetismo. En esta encrucijada se movieron, durante décadas, los creadores de una poesía que se proyectaba sobre el esquivo cuerpo popular.

A un lado y otro del Río de la Plata, la trayectoria de este medio está íntimamente ligado al desarrollo de la gauchesca; correlativamente, las imprentas se beneficiaron de este tipo de literatura, “desde la primitiva imprenta de tórculo de la Imprenta de los Expósitos —que tomó a su cargo […] los textos iniciales de Hidalgo— hasta la posibilidades más sofisticadas de la prensa a vapor introducida por […] Hallet hacia 1840” (Rivera, 2). Dicho de otro modo, el gaucho inventado y los que llevaron sus palabras al papel se aliaron para sostener un conjunto de prácticas materiales y simbólicas que dio vida al género y movió un sector importante de la prensa y de la primitiva industria gráfica rioplatense. Unos (poetas que simulaban ser gauchos) y otros (impresores que difundían esas voces) eran los mismos. El 16 de noviembre de 1846, en el Montevideo sitiado por las fuerzas de Oribe y Rosas, bajo el título “Literatura Nacional”, un anónimo redactor del Comercio del Plata describe el folleto Paulino Lucero, de Ascasubi, e inserta una carta del autor en que se habla de esa alianza:

Velay le mando, señor,
A que les lea mi argumento,
Que en este puro momento,
Ha soltao el impresor:
Hagamé pues el favor,
V. que es hombre maestrazo,
De pegarmele un vistazo […]

El periodista anota que el folleto “ha aparecido con dos láminas de costumbres nacionales ilustrativas del texto, que aunque no carecen de defectos de ejecución, son notables por la verdad, así la fisonomía del gaucho, como en el vestido, la escena y el paisaje”. Y sin embargo, contemporáneamente sobran los testimonios acerca del temor que les provocaban las mayorías mestizas a las elites que creaban o instigaban una literatura sobre el sujeto nacional que llamaban, sin pizca de escarnio, gaucho. La distancia entre la valoración (o, mejor, la desvalorización y el temor) del sujeto real y su representación muestra los límites de la práctica ideológica, cultural y política de los sectores dominantes en disputa por diferenciados intereses y, asimismo, por el control del sujeto popular.

Fig. 1: Portada de Paulino Lucero, Hilario Ascasubi 1846

Algunos documentos esclarecerán el distingo entre lo material y lo simbólico. El 30 de julio de 1822, Silvestre Blanco comenta a Bernardino Rivadavia la debilidad de las tropas lusobrasileñas de ocupación de la Provincia Oriental. El inminente derrumbe de esta fuerza augura zozobras para Blanco, pues “conociendo el Espíritu publico, y exaltado de nuestra Campaña, [puede] que se forme repentinamente una Montonera de Gauchos sin orden, disciplina, y sistema, y qe. por su poca ilustracion embuelban à el pays en una anarquia, qe. no sabrían evitar teniendo los mejores deseos” (cit. en Pivel Devoto 1957, 343). Casi dos décadas más tarde, en febrero de 1839, un redactor de El Nacional, diario en el que empiezan a proliferar composiciones gauchescas, sentencia:

Para nuestros ilustrados y políticos, el gaucho no es mas que un vandido, un salvaje; un hombre que en su vida vagabunda y licenciosa, se ha propuesto recorrer la tierra entre el crimen y la molicie, entre la algazara del festín, ó la oscuridad de la beodez. Y este retrato no deja de ser fiel por nuestra desgracia […] (Lamas, 591–592).

En ese mismo año de 1839 el sueco Carlos E. Bladh publica las impresiones de su viaje por el Río de la Plata realizado en 1831, en las que hay un deslinde del gaucho real y el gaucho representado en las “Fiestas Mayas” del 31:

Un número de jóvenes de la sociedad se habían disfrazado de gauchos y andaban a caballo a toda carrera por una pista circundada de barandas para alcanzar con sus lanzas los anillos que estaban colgados sobre las barandas. […] Más ridículo aún me pareció otro número. Se hacía entrar en la plaza un toro también jineteado por un gaucho. El animal hacía entonces los movimientos más ridículos, bramaba furiosamente, por momentos se tiraba al suelo y el jinete tenía que abandonarlo. […] (Bladh, 722).

Provisto de idéntica sensibilidad, aunque con una posición divergente, el viajero sueco no comprende la carga ideológica de esos rituales, formas de trasposición de funciones que invisten al “civilizado” de un disfraz que le permite sentirse parte de un universo que debe dominar, que apenas entrevé y con el que se identifica por una necesidad simbólica de diferenciación nacional.

2. Mediadores simbólicos y materiales

Algo similar ocurrió en el filo de la primera mitad del siglo XIX con la poesía gauchesca que escribían algunos de esos “jóvenes de la sociedad”. El círculo empezó a cerrarse y los gauchescos, atrapados en sus pasiones de banderías entraron en disputa dentro del mismo discurso: blancos contra colorados, federales contra unitarios y, aun más, doctores contra caudillos y caudillos “bárbaros” contra caudillos “civilizados”. En ese juego, el difusor del género fue un sujeto temido o deseado. Un anticipado ejemplo de esa circularidad se encuentra en el “Cielito del blandengue retirado”, de autor anónimo. Difundido en hoja volante hacia 1821–23, se trata de la furiosa execración de los caudillos —como Artigas y Sarratea— y los “puebleros” que arrastran al paisano a las guerras civiles. La tercera estrofa censura a los editores de cielitos y de hojas que los difundían:

Bayan al Diablo les digo
Con sus versos y gacetas,
Que no son sino mentiras
Para robar las pesetas
(Ayestarán 1949, 328).

Por la fecha en que se imprimió esta pieza, Pivel Devoto estima que su autor es partidario de la anexión al Imperio del Brasil (Pivel Devoto 2004, 6). En rigor, la irónica estrofa 16 invalida esta lectura: “Cielito cielo que sí/ Baya un cielo para todos,/ Mirá que lindos patriotas/ Los Portugueses y Godos”. Tras una aparente voz anárquica, que se alza contra todo y contra todos, el texto defiende la paz social a cualquier costo para mantener la prosperidad del trabajo y el capital de quienes son utilizados sólo como carne de cañón (“Cuatro bacas hei juntado/ A juerza de trabajar,/ Y agora que están gordas/ Ya me las quieren robar”). Curiosa pieza esta que personifica en su discurso la condición que denuncia. O no tanto, porque al utilizar el mismo dispositivo retórico que anatematiza decide luchar contra el sistema de la gauchesca por dentro, con su mismo lenguaje tuerce una regla áurea del género al desmerecer la figura del gaucho-soldado. Salvo en este poema, la imagen del combatiente patriota se mantiene incólume por medio siglo; pero este hablante se ha retirado del servicio por haber sido mutilado en la guerra (“También me falta una pierna/ Y me sobran perendengues”), aunque para acentuar la decepción y el rencor el autor elige nombrar al yo que habla desde el texto en su condición de exsoldado. Cierta sintonía, con todo, puede notarse entre este anómalo cielito y los dos “diálogos patrióticos” entre Jacinto Chano y Ramón Contreras que simultáneamente Hidalgo publica en Buenos Aires. Pero estos dos gauchos han abandonado las armas de la patria para construir la convivencia republicana, llamando a la unión, el respeto al prójimo y el trabajo. Chano y Contreras admiten la validez y la potencia del sacrificio y la sangre derramada siempre que pueda convertirse en armonía entre iguales. La diferencia se encuentra en la retórica, no en la sustancia del mensaje: la elipsis y la ausencia de revisionismo en Hidalgo, la diatriba en el anónimo; la condena implícita del precursor a quienes llaman a la desunión, en el otro se convierte en demolición sin esquivar la violencia nominativa.

Al tiempo que, leído retrospectivamente, el “Cielito del blandengue retirado” provoca una polémica de vastas proporciones, la mención a otros textos gauchescos podría hablar de la penetración de esos “versos y gacetas” y, de paso, reprobaría a quienes prometiendo poesía se interesan apenas en ganar dinero favoreciendo a una determinada causa en desmedro de otra. Por cierto, el alquiler de un versificador no se inventó en el Río de la Plata. Aun más: es anterior a la imprenta. Refiere Ramón Menéndez Pidal que el “canciller de Ricardo Corazón de León, hacia 1190, compraba versos adulatorios y llevó a Inglaterra juglares de Francia que cantaban de él por las plazas” (Menéndez Pidal, 51). Como sea, la estrofa contra los impresores de la gauchesca habla de la preocupación de los sectores anticaudillistas por la eficacia de este medio entre sus potenciales públicos adictos. Por necesidad propagandística, toda vez que pudieron, los ejércitos criollos llevaron a cuestas imprentas volantes en las laberínticas pugnas que se sucedieron en la primera mitad del siglo XIX. Algunos incluyeron entre sus rubros la edición de cielitos y diálogos (Pivel Devoto, S/d), válvula de escape de la creatividad a menudo anónima y arma política para glorificar o difamar a las fuerzas militares y sus conductores. Desesperado y furioso en la procura de la paz, el “Cielito del blandengue retirado” combate esta política y con ello subvierte el axioma poético-político con que se rige la gauchesca inicial en tiempos de guerra. Habrá que esperar hasta la publicación del Martín Fierro para que su mensaje adquiera una dimensión mayor y un nuevo efecto, como el del discurso guerrero que el blandengue retirado objeta, en el último caso en la dirección contraria pugnando por convertir al gaucho en ciudadano y mano de obra útil al capitalismo nacional.

El lugar del género como lenguaje y como producción siempre fue un espacio de pelea. La lógica del enfrentamiento a que se sometió después de la independencia sugiere terribles anatemas hacia la actividad profesional del impresor o del periodismo que divulgaba estos textos. No sólo en el “Cielito del blandengue retirado”. En carta dirigida a Fructuoso Rivera, datada en Canelones el 12 de diciembre de 1826, Francisco Haedo se desfoga contra el gobernador de esta jurisdicción, “nombrado de fiscal, juez de residencias, agorero, insigne, mago, hechisero, ó Químico, materialista; dela imprenta, y solo se imprimen las cosas q.e à este gitano le gusten, como son bersos de cielito, avisos, de á como está el jabón, cuantas varas tiene el pan” (“Correspondencia…”, 488–489). Para la hiperbólica mirada de Haedo, el gobernador de Canelones a quien pinta como un tirano delirante, ha multiplicado su peligrosidad por el monopolio de la imprenta, y con esa fuerza, empuja la edición de cielitos de un contenido que lo exaltaría y que haría más persuasivo su discurso entre públicos mayoritarios.

Quizá el temor a la difusión a posteriori de lo escrito por medios orales sea más imaginario que efectivo. Pero era una idea aceptada, era esa la regla que condicionaba la retórica del propio género: un letrado fingía ser gaucho y remitía a un periódico sus versos, sin firma o con seudónimo, rogando su publicación precedida por una breve carta. En realidad, como sucedía en las formas “cultas”, desde Hidalgo estaba firme el poema en cuanto carta imaginaria enviada a un destinatario enemigo, no aún al director de un periódico, vehículo que todavía no se había consolidado. En el cielito “A la venida de la expedición” (1819) se retoma con naturalidad el simulacro dialógico que, como lo advirtiera Alfonso Reyes, está en toda carta que establece una “conversación a la distancia”, camino “de lo íntimo a lo público” (Reyes, IX). Dos años después, en el “Diálogo patriótico interesante…”, Ramón Contreras define a su compadre Chano como “hombre escrebido”, y a sí mismo como poeta popular porque compone “cielos/ y soy medio payador”, para concluir, reverente: “a usté le rindo las armas/ porque sabe más que yo”. En estos versos, en los primeros en que desde la escritura se definen los dos campos, con razón comenta Julio Schvartzman que hay “dos operaciones: la atribución del saber de la letra a un gaucho; y el reconocimiento por otro, iletrado, de la superioridad del primero (por más que ese ‘escrebido’ pueda entenderse en clave irónica; todos los gauchos de la gauchesca son ‘escrebidos’ por otros” (Schvartzman, 163). Y aun podríamos identificar una tercera operación implícita en el diálogo, todavía más radical: la escritura es la genuina expresión del saber aunque se alimente de la oralidad popular (la payada). Hidalgo funda la norma del género: la poesía escrita integra, doblega y supera a la oralidad.

Cuando el periodismo y la gaceta gauchesca se tornan medios difusores y hasta variaciones de esta línea de escritura, con toda comodidad el poema-carta puede establecerse como una manifestación dominante, por lo menos hasta el fin de la Guerra Grande (1851) y la caída de Rosas (1852). Ese privilegio no se debe únicamente a que la correspondencia y su heredera, la ficción epistolar, son lábiles fronteras de las formas, ya que persiste la alambicada continuidad de la oralidad en su escritura que se avecina a las modalidades más fuertes de la expresión del yo (las memorias, el diario, la autobiografía), con lo cual se refuerza el pacto de verosimilitud. Asimismo, lo fronterizo es un proceso típico en una producción tardía como la de América Latina, en cuanto la correspondencia y sus derivadas ficcionales llegan como complemento de otros discursos cuando escasean los papeles públicos, en sentido literal y figurado.

El cielito-carta, ya impuesto en Montevideo hacia 1840, vendría a cumplir con estos códigos y, a su vez, mostraría los éxitos y las imposibilidades de esta literatura para conquistar su autonomía, ubicada entonces en una encrucijada de vida o muerte. Otra versión del texto que precede la publicación inicial del Paulino Lucero aporta ciertos datos que permiten ver más claro el asunto. La pieza lleva el título “Súplica gaucha dirijida al Ilustrado Redactor del Comercio del Plata Dr. D. Florencio Varela, pidiendolé anunciara la publicación que se iva á efectuar del poéma Paulino Lucero”. En ella, más que en la primera versión, se refuerza el lugar prefigurado por Hidalgo de esa voz rural que adquiere sentido sólo si “la Ciudá” la recibe; se reafirma la jerarquía del habla en la expresión poética dependiente de la escritura y la vulgarización de lo dicho, por obra de la gaceta mentada y del que, ahora, llama “imprentor”. Por fin, y no menos importante, se imagina al gaucho como servidor de una causa política (la unitaria-colorada) y manso subalterno del doctor, su “patroncito”:

Sr. Relator del Comercio del Plata
Muy señor mío
Velay le mando, señor,
A que lea mi argumento,
Que en este puro momento
Ha soltao el imprentor:
Hagamé pues el favor,
Usté que es hombre maestrazo;
De pegármele un vistazo,
Y verá un pial de volcao,
En que á Rosas le he largao
La armada de todo el lazo.

Y si por felicidá
Le agradase mi versada,
En su gaceta mentada
Avisele a la Ciudá
Del modo y conformidá
Que el gaucho saldrá lueguito;
Ya que usté es el primerito
A quien le largo este envite,
A fin de que me acredite
Si es su gusto, patroncito.
(Ascasubi, 3)

Paulino Lucero parece ser el climax, el momento en que el diálogo gauchesco se aligera y el poema trabaja los niveles de la oralidad con mayor ahínco; la apertura que fertiliza posteriores desarrollos; el lugar limítrofe y la colecta de composiciones anteriores rearticuladas. También es el primer texto gauchesco festejado por la elite unitaria, y hasta por Benjamín Poucel, un culto residente francés en territorio oriental, prisionero de Oribe en 1845, quien en sus memorias no hesita en valorar una “obra [que] honra el espíritu y el corazón de Ascasubi así como su talento” (Poucel, 40). Pero para llegar a ese sitio tuvo que recorrer un camino, en el que la relación imaginaria entre el gaucho y los intermediarios de su voz había ido afirmando el género. Una década y media antes, el 12 de noviembre de 1831, sale en El Recopilador, de Montevideo, una composición firmada por “Manucho” (seudónimo sin identificar), antecedida por esta nota: “Amigo Recopilador: Hágame la gracia de imprentar en su papel los cinco versos de Cielito que le mando, que he compuesto en las puertas del corral, mientras se calentaba la marca para encomenzar la yerra” (Ayestarán 1949, 430). El 3 de noviembre de 1836, el “gaucho Perico Cielo” envía o simula que envía una epístola en verso a El Defensor de las Leyes, y la precede con estas líneas: “Sr. Maestro Imprentero. Si V. me hiciera el favor de imprentarme esta carta, sería toda la vida la mujer más agradecida (sic) a su fineza”. Un anónimo hace lo propio el 17 de febrero de 1838, para El Universal: “Se suplica al Sr. Editor coloque en las columnas de su ameno diario, esos tozcos razgos de una diversión semi-poética de un Gaucho Oriental” (Ayestarán 1949, 433–434). Otros, como el que firma con el seudónimo “Formón”, del que El Nacional se publica una “Media caña” el 28 de diciembre de 1842, intercalan análoga solicitud en el poema: “Ponga V. estos versos/ En el Nacional,/ Que quiero que corran/ Como es natural”.

Hilario Ascasubi fue más lejos versificando preámbulos y notas a los imprenteros, desde la presentación de su hoja El Gaucho en Campaña, el 30 de setiembre de 1839, en la que entreteje elogios a los periódicos amigos. El 11 de octubre siguiente, Ascasubi también será el primero en realizar un simulacro más osado, inventando el gaucho-corresponsal desde el lugar de las operaciones militares. Lo hace en el cielito titulado “El gaucho del campamento a los impresores”:

Ustedes mosos dirán
que yo escribo con peresa
por que no le menudeo
pero, la cosa no es esa.

Como estoy en la vanguardia
y soy Gaucho voluntario
dende que Dios amanece
tengo mi trabajo diario.

Y concluye:

En fin ya no escribo mas
por que estoy medio cansado
y encima de las caronas
cuesta mucho escribir largo.

Por último, su pirueta más temeraria torna al gaucho cantor en escritor y lector, en el poema-carta “Sr. Director de El Gaucho. Acampamento en el medio de la Línea, á 3 de agosto [de 1843]”, publicado en el Nº 7 de El Gaucho Jacinto Cielo:

Amigo Jacinto Cielo,
Empriésteme su gaceta,
Que también soy medio pueta
Y en coplear tengo consuelo;

[…]

Cuando vide su papel
Me alegré como era justo,
Y si viera con qué gusto
Lo lemos en el cuartel;
Basta que platique en él
De nuestra guerra presente
Y en nuestra lengua, que hay gente
Que ya no nos tiene en menos
Por que vé que semos güenos
Pa escrebir tan lindamente.

De esos otros gacetones
Que salen tuitos los dias
Hablando de estrangerias
No entendemos dos renglones:
Los hacen los señorones
Tan solo pa la ciudá
[…][1]

Mucho antes que el Martín Fierro, este lector reta al discurso hecho para las minorías urbanas, buscando dividir los dos campos e identificar su poesía con el medio criollo, aunque de paso reconoce que hay lectores mejor dotados para la comprensión de los textos, esos “señorones […] de la ciudá”, y están los otros, los gauchos, que sólo pueden descodificar mensajes llanos y directos. De nuevo, resalta el deseo de construir una literatura y una pedagogía para el gran público de pocas o nulas letras.

3. Letras e imágenes

Cuando se distrajo de los tenaces enconos, el género sirvió como entretenimiento o souvenir pasajero y hasta como una mercancía capaz de arrimar cierto lucro para sus impresores. Un aviso aparecido el 19 de abril de 1823, en El Pampero de Montevideo, ofrece a la venta “unos versitos de pie de gato llamados el Cielito: no valen más que un medio pero están mui divertidos” (Cfr. Ayestarán 1949, 250). En 1828, en su pulpería ubicada en una zona semirrural de la provincia de Buenos Aires, “el gauchesco cuyano Juan Gualberto Godoy […] vendía tarjetas de colores con coplas caligrafiadas, junto con los tafetanes, aguardientes y latas de sardinas” (Rivera, 2). Pero la gauchesca nació como vehículo poético de la disidencia, y ese ímpetu aumentó con la prolongada guerra rioplatense de la década del cuarenta.

El circuito se fue afirmando a medida que ascendía su prestigio, su capacidad dialéctica y, desde luego, en tanto crecía la población y por lo tanto los posibles consumidores. En 1829 se estimaba en 74.000 los habitantes de la Provincia Oriental, de los cuales algo menos del 20% (14.000) radicaban en Montevideo. El analfabetismo sobresalía en la campaña y para 1830 sólo unos mil estudiantes se escolarizaban. (Castellanos, 111–112). Seis años después, el número de pobladores subió a casi 129.000, entre los cuales 23.404 vivían en la capital. (Arredondo, 44–45). En la República Oriental, en 1839, el mismo año en que el redactor de El Nacional recuerda que “los ilustrados y los políticos” consideran a los gauchos como una escoria social, la producción gauchesca se había multiplicado de tal manera que ya existían dos periódicos exclusivamente dedicados al género: El Gaucho en Campaña —creado por Ascasubi— y El Gaucho Oriental. Estas experiencias reconocían en la otra margen antecedentes a cargo, cada cual por su lado, de Luis Pérez y Juan A. Godoy (Schvartzman), y con moderación el versátil Ascasubi había profesado el mismo tipo de periodismo en Montevideo con El Arriero Argentino. Diario que no es diario. Escrito por un gaucho cordobés (2/IX/1830). Ascasubi llevará la experiencia hasta sus últimas consecuencias formales con El Gaucho Jacinto Cielo (1843) (Praderio 1962).

Fig. 2: Facsímil del número inicial del periódico El gaucho Jacinto Cielo, dirigido por Hilario Ascasubi, Montevideo 1843.

Un aviso aparecido en la última página de la primera entrega de El Arriero Argentino “admite subscripciones por dos pesos al mes, y se halla a la venta en la casa del Sr. Gard platero, calle de San Pedro” (Rodríguez Molas 1961, 80). Nueve exactos años después, en el segundo número del Gaucho Oriental se informa que el periódico “tiene su pago en San José” y que se “hallará de venta en esta imprenta, en la librería de Hernandez, en lo de Varela en la plaza, y en lo de Cifuentes en el Cordón” (sin firma, 9/IX/1839, 1). El 14 de julio de 1843, Hilario Ascasubi lleva a los extremos la retórica gauchesca contaminando todo texto que sale en El Gaucho Jacinto Cielo, incluso el aviso de suscripción y venta:

El gaucho como hombre pobre saldrá los Viernes al rayar el lucero después de tomar mate: el que quiera hablar con él o escribirle, en la Caridá lo encuentra, mientras no monta a caballo; y el que quiera lerla mande a lo de D. Hernandez, D. Varela, allí fuera del mercao, y a lo de D. Domeneque –por supuesto, con un realito sin rayas (Furlong Cardiff, lámina s/p).

Por lo tanto, mucho antes de las obras clásicas (las de Del Campo, Lussich y Hernández), los puntos de venta de poemas y de ese nuevo medio que se viabiliza como subgénero, las gacetas, se habían multiplicado y afincado. Su prestigio letrado era equiparable a cualesquiera publicaciones periódicas, si se los juzga desde los compartidos locales de exhibición y comercio.

 A medida que la Guerra Grande recrudeció, la poesía gauchesca encontró su mejor hogar en la Defensa. El mayor número de escritores argentinos —Ascasubi entre ellos— se habían trasladado a Montevideo. Más y mejores recursos materiales se encontraban en la ciudad-puerto que, si bien pequeña, ya había logrado estabilizar los medios de producción y la mediación cultural letrada: imprentas, comercios de librería, periódicos. Como parte de la respuesta algo tardía, y que los intelectuales del Cerrito reclamaron desde el principio, la zona sitiadora quedó atrás en la guerra gauchi-poética, atrapados en la contradicción política de tener en Rosas un aliado de hierro al tiempo que era el absorbente jefe supremo y conductor de una nación a la que los oribistas no querían anexarse. El gobierno del Cerrito, dueño de un territorio vastísimo, se vio desprovisto de la infraestructura necesaria para que funcionaran los mecanismos letrados, aunque para el fin del conflicto la Imprenta del Ejército alcanzó un potencial considerable como para publicar el voluminoso y postergado libro de José Manuel Pérez Castellano, Observaciones sobre Agricultura, por orden expresa de Oribe, entre otras piezas de relevancia. Desde 1849 a 1851, siguiendo el principal periódico del Cerrito, El Defensor de la Independencia Americana, Mateo J. Magariños de Mello detectó varios locales de venta de libros en la capital de los sitiadores, los de Perdomo, Larravide, Antonio Pérez, José Miralles y Antonio Rius (Magariños de Mello, 102-106). Las instituciones de enseñanza primaria no estaban desasistidas de impresos, a juzgar por el inventario de los útiles de escuela pertenecientes a la comisaría del ejército del Cerrito que publicó Elisa Silva Cazet, y en el que hay registro de numerosos libros de uso escolar, entre los que sorprenden 13 ejemplares del “Diario del viaje esplorador de las Corbetas Españolas la Descubierta y Atrevida” y 212 “Libros pª instrucción militar” (Silva Cazet, 438–439).[2]

 Magariños de Mello concluye que en la vasta zona oribista “no había libros prohibidos […] con excepción de la Biblia protestante”, si bien paralelamente no encuentra signo alguno —ni se le ocurre mencionar la falta— de la difusión de hojas, folletos y gacetas gauchescas de Montevideo. Como es obvio, nunca pudieron promoverse las muchas composiciones que atacaban ferozmente a los enemigos de la causa colorado-unitaria. Seguramente como contrapeso a esta poderosa corriente hubo una gauchesca oribista-rosista, de la que conocemos un puñado de piezas que en 1937 publicó por primera vez un descendiente de Manuel Oribe. En ellas se enseñoreó una cadena verbal violenta contra el enemigo, enlazada en una serie de agravios que rozan lo escatológico, la construcción de un discurso monológico con diferentes niveles de exposición retórica. Un buen ejemplo de la estabilidad de este vocabulario, que no se arredra ante la náusea y hasta la propone, es el “Tónico para los salvages unitarios, tan hambrientos como rotosos que se hallan encerrados en la infeliz plaza de Montevideo”, firmado por el Licenciado vesugero Vasco-agarras Maniqui, seudónimo que no hemos podido identificar. El hablante poético disfraza su identidad en la voz que exhorta en futuro imperfecto a una segunda persona, que surge por la desinencia verbal y unas pocas marcas pronominales (“A esto vos le aumentarás”, décima 1). Como en los mandamientos bíblicos, el futuro es una forma de imposición que subordina al otro. Ese, el que está en Montevideo, el agente de la acción (el que preparará el tónico), de acuerdo con el largo paratexto titular se multiplica, por sinécdoque, en toda la dirigencia refugiada tras las murallas: el Pardejón Rivera, el coronel Luna, Vázquez el Peluquín, Joaquín Suárez y Florencio Varela. Antecedido por la consigna del Cerrito, lo cual le asigna al poema un inequívoco carácter oficial, el relato versificado vuelve grotesca a esa galería de personajes con el registro reconocible: “osamentas salvajunas”, “imbecil”, “diablo entisicado”, “vil ladron”, “rudo vegete”, “salvage, inmundo”. Sólo en una ocasión, en la última de las siete décimas, queda lugar para que los epítetos se expresen con ironía. Pero ese movimiento apenas es un amague de renuncia a la denotación más cruda, porque la dirección injuriosa se descodifica fácilmente en el título y las primeras estrofas, y porque el destacado en el original establece la distancia entre el primer nivel de sentido y la buscada descalificación:

Después de haberte aplicado
Esta Receta admirable
De renuncia irrevocable
Harás un condimentado:
Luego con un plan chingado
Del sabio y sagaz Rivera
Te emplastarás la mollera
Para aliviar el dolor
Y no sentir el calor
de la furiosa carrera.
(Oribe, 263).

Aquiles B. Oribe, quien exhumó este texto que, como es evidente, estaba en el archivo de su familia, dice que se creó como “literatura de combate” en respuesta a otros versos que “se imprimían en hoja suelta y eran enviados al campo sitiador”, como los que ilustran la lección paródica sobre conjugación de tiempos verbales que redactó Rivera Indarte:

Verbos acabados en ar y usuales en el ejército Sitiador-sitiado, Rocin Orivista, blanqui, federal, Traidor-infernal:
Conjugación de los verbos acabados en ar.
Ejemplo 1º en la República

Verbo Degollar
Su terminación …. ar
Sus letras radicales … Degoll
Tiempo presente… En el Cerrito
[…]

Y retomando el motivo que se había lanzado en El Nacional a principios de 1843, el texto concluye con una “Solución de Verbos, 1º Degollar”, en un estilo humorístico y atento a las locuciones orales, pero sin acomodarse en todos sus términos a la norma gauchesca:

¿Quién manda la ejecución?
         Violón.
¿Quién la presencia hasta el fin?
         Turpin.
¿Quién de ellos hace un banquete?
         Alderete.
Pues fuego! y al Miguelete;
No dejarles resollar,
Ya que saben degollar
Violón, Turpin y Alderete[3]
(Oribe, 267)

En efecto, la guerra continuaba por otros medios: la prensa que difícilmente salía de un anillo de recepción minoritaria, los libros que se contaban con los dedos de una mano, las hojas impresas (decretos, dibujos, panfletos) que se infiltraban en territorio del enemigo o se distribuían entre los hombres del bando al que servían. La violencia se repartía por igual en Montevideo, en el Cerrito o en la Buenos Aires rosista, donde circulaban hojas al amparo gubernativo que no hesitaban en reclamar la muerte de todos los unitarios —y no sólo de sus dirigentes—, imaginados como sucios, traidores, cobardes y vendepatrias. Véanse algunos ejemplos:

(i)
Los salvajes asquerosos
Andan malevos por ahí;
Si el federal los agarra
Les a’e tocar el violín.
(“Gato”, en Lanuza, 16)

(ii)
Todos los unitarios
Jieden a potro,
Como jieden los indios
Jediondos netos.
[…]

Que viva la santa causa
Y don Juan Manuel,
Que viva su ilustre hija
Y la escrebida ley.
(“Hueya”, en Lanuza, 17)

(iii)

“Perros unitarios,
         Vidalitá,
Nada han respetado.

A inmundos franceses,
         Vidalitá,
Ellos se han aliado.
(“Vidalita de Lamadrid”, en Lanuza, 17)

(iv)
[…]
Justicia el darle al malo
         Su merecido.
         Vivan los Federales
         Tan buenos mozos,
Mueran los Unitarios
         Facinerosos,
Pues de otra suerte
No puede ser la patria
         Independiente.

(v)
De la “Otra Banda” han mandado
los de la “ira venenosa”
una caja de regalo
a quitar la vida a Rosas
(“La máquina infernal” [1841], en Lanuza, 16)

También los poemas-diatribas o poemas-apologías se preparaban para estos destinos impresos en hojas o se repartían en una función teatral en pacientes copias manuscritas, como las tarjetas que preparó (o hizo preparar) Acuña de Figueroa y que rescató parcialmente en sus Obras (Acuña de Figueroa 1890, VII). Una vez las proclamas oribistas llegaron a irritar tanto al Ministro de Guerra de la Defensa y poeta a intervalos, general Melchor Pacheco y Obes, que no se contuvo y registró el episodio en su temprana memoria redactada a un lustro de la pacificación: “Desde entonces hasta Setiembre de 44, las fuerzas de campaña no dieron señal de vida, […] y si algunos grupos se hacían sentir con la divisa nacional era solo para dar ocasión á los boletines de triunfo que el enemigo nos tiraba” (Pacheco y Obes, 806). Con lo que resta, la escritura, hoy podemos remontarnos a esa lucha de palabras que pretendía ser un espejo del dolor de los cuerpos. Y hasta propiciaba ese dolor y la misma muerte del enemigo.

En rigor, desde mucho antes que ocurrieran estas terribles divisiones internas en los dos Estados del Plata, las composiciones gauchescas vivían en las hojas y cuadernillos de medio pliego o uno entero, como los que hizo en Buenos Aires, en 1821, la imprenta de Álvarez con el “Diálogo patriótico interesante…” y el “Nuevo diálogo patriótico…”, de Hidalgo. Estas consiguieron mayor vida cuando, hacia 1825, el periodismo incrementó su ritmo en las dos orillas, y mejor aun cuando entre 1824 y 1837 varios textos de esta serie hicieron su triunfal entrada en libros colectivos, los Parnasos de los dos lados del Plata, que consagraron esa variante de la ciudadanía en la voz del criollo.[4] Congregando la mayor cantidad posible de estas fuentes, en 1968 Rodríguez Molas dice haber identificado en Argentina “más de doscientas piezas del período que transcurre entre los años 1810 y 1852” (Rodríguez Molas 1968, 49).[5] Por su parte, del lado oriental, en el ciclo 1812-1851, Ayestarán relevó el centenar y medio de composiciones que se reúnen en este volumen. Los poemas y periódicos que las albergaban empezaron a ser ofrecidos en imprentas, librerías y otros locales públicos hacia 1830. Por algunas informaciones contradictorias, sabemos que se vendieron como cualquier otra mercancía en las calles de las ciudades más populosas del Plata. Eso sí: no sabemos con qué frecuencia, intensidad ni costos.

Bibliografía

Corpus

Acuña de Figueroa, Francisco (1890): “43 estrofas. Versos sueltos, puestos en tarjetas y arrojados al público en funciones patrias”, en: Obras completas. Ed. de Manuel Bernárdez, vol. VII: Poesías diversas. Montevideo, Dornaleche y Reyes.

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― La primitiva poesía gauchesca (1839–1851). Ed. de Pablo Rocca. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, en prensa. [Recopilación de poemas gauchescos tomados de prensa periódica de la época en Montevideo y de hojas volantes. Original donado por el autor de este artículo a la Fundación Lauro Ayestarán en 2010].

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Silva Cazet, Elisa “Apéndice documental” a “Manuel Oribe, contribución al estudio de su vida”, en Revista Histórica, Montevideo, T. XLI, Nºs 121-123, diciembre, pp. 438-439.

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Enlaces adicionales

Ø Para la prensa histórica de Uruguay, véase el portal Publicaciones Periódicas del Uruguay.

Ø Revistas culturales uruguayas: (siglo XX). Estudios e índices bajo la edición de Pablo Rocca y Daniel Vidal.

Ø Trabajos sobre Literatura en revistas realizados por estudiantes en el marco de un curso impartido en la Universidad de la República (Montevideo).



[1]     En el Nº 10 del periódico, del 15 de agosto de 1843, aparece una “Contestación del gaucho á su amigazo y compañero el Sargento Marcelo Miranda, ternejal y payador del pago de S. Salvador”. Un estudio sobre los enfrentamientos entre Luis Pérez y Ascasubi y entre el primero y Juan Gualberto Godoy en Lucero 2003.

[2]    Figuran 22 “Gramáticas latinas”, 12 “Diccionarios id.”, 2 “Gramáticas francesas” y 18 “Diccionarios Franceses”. Los 212 “Libros pª instrucción militar” superan en número al volumen “Métodos prácticos de enseñar á leer”.

[3]     Por evidente errata, el último verso dice “Violin”. Ciriaco Alderete fue el sobrenombre que varios poetas de la Defensa asignaron al Gral. Manuel Oribe.

[4]    Véanse referencias en Rocca 2003, 128–129.

[5]     Ignoramos el destino de la investigación de Ricardo Rodríguez Molas, cuya contribución fue fundamental en este campo de estudio. El doctor Julio Schwartzman, con quien he mantenido un diálogo constante en el último año sobre estos problemas y, en particular, sobre el acervo de Rodríguez Molas, me informó por correo electrónico el 8 de agosto de 2011 que este investigador falleció en Buenos Aires el 9 de octubre de 2006, y que no se ha difundido qué sucedió con su gran archivo.

Pablo Rocca (Universidad de la República, Montevideo)