Liliana Weinberg: Revistas culturales y formas de sociabilidad intelectual. El caso de la primera época de Cuadernos Americanos. La edición de una revista como operación social
Fundación mítica de una revista
A través del estudio del caso de la primera época de la revista Cuadernos Americanos aspiro a mostrar en qué medida puede evidenciarse el estrecho vínculo entre las revistas culturales y las formas de sociabilidad intelectual.
En el primer número de la revista Cuadernos Americanos, correspondiente a enero–febrero de 1942, leemos:
En los actuales días críticos un grupo de intelectuales mexicanos y españoles, resueltos a enfrentarse con los problemas que plantea la continuidad de la cultura, se ha sentido obligado a publicar Cuadernos Americanos, revista bimestral dividida en cuatro secciones tituladas: Nuestro Tiempo, Aventura del Pensamiento, Presencia del Pasado, Dimensión Imaginaria (Cuadernos Americanos 1942, 3).
Con estas palabras fundacionales se daba inicio a un proyecto y se sellaba una nueva forma de vínculo entre los intelectuales mexicanos y los provenientes del exilio español. Esto queda dicho en el fragmento que acabo de transcribir, donde aparece también otro término clave, ‘cultura’, que operará en distintos niveles estratégicos.
Los detalles de la fundación de Cuadernos Americanos, repetidos una y otra vez por algunos de sus actores, adquieren a la distancia un aire legendario. Por una parte contamos con los datos que nos aporta el propio Jesús Silva Herzog, director de la revista, y por la otra con las palabras de Juan Larrea, su secretario durante los primeros seis años, quien ya desde una publicación anterior de los republicanos, España Peregrina, había tendido puentes hacia la nueva revista.
Cuadernos Americanos resultará uno de los más connotados ejemplos contemporáneos del establecimiento de una comunidad intelectual que dio solución simbólica a la confluencia e integración de miembros del exilio español e intelectuales mexicanos y que tradujo estas negociaciones (trans)culturales de identidad, en la que “una de las dos Españas” se reencuentra con América. En este sentido fungió como soporte y estructura elemental de sociabilidad donde se renegoció la relación entre España y América.
El propio término ‘cuadernos’, de uso extendido en aquella época, conserva un interesante sentido de proximidad a la experiencia y de capacidad de multiplicación, en cuanto remite a opúsculos ligeros en peso y tamaño, integrados por algunos pliegos de papel doblados y cosidos, cuyo bajo costo da pie a una amplia posibilidad de tiraje y circulación (pensemos, por ejemplo, en los Cuadernos de cultura que entre 1930 y 1933 se publicaron en Madrid y Valencia).
Cuadernos Americanos se evidenciará además no sólo como una revista cultural, sino además como una revista en la cual el concepto de cultura actúa como gran noción articuladora.[1] Parafraseando a Horacio Tarcus, podemos también decir que la discusión en clave ‘cultural’ permitió a la revista hacer muchas operaciones de síntesis entre grupos, entre posturas ideológicas, entre formas de abordaje de los temas. Anota Tarcus:
[…] la producción de revistas atraviesa todos los órdenes de la cultura, porque las revistas han sido (y siguen siendo) los vehículos privilegiados a través de los cuales se expresan los colectivos humanos, ya sean políticos, literarios, artísticos, científicos o filosóficos. Las revistas expresan a un grupo, les dan cohesión y contribuyen a forjar su identidad. Les permiten ir más allá de sí, inscribiendo al grupo en una red de lectores y colaboradores, de avisadores y de vendedores. Se convierten en moneda de cambio con otras revistas que editan otros colectivos, constituyéndose así redes de revistas, tanto locales como internacionales. Y a través de los debates frecuentes entre las revistas —porque las revistas son los vehículos privilegiados del debate cultural— se configura un campo de fuerzas donde los distintos colectivos luchan por la hegemonía cultural y reconfiguran incesantemente sus identidades. […] Las revistas son, por definición, programáticas. Su propósito es de intervención en los debates culturales del presente, ya sea fijando posición sobre los tópicos establecidos, ya sea queriendo establecer su propia agenda cultural (Tarcus, 3).
Algunos aspectos teóricos
Como observa François Dosse en La marcha de las ideas, las revistas constituyen “uno de los soportes esenciales del campo intelectual” y “pueden ser consideradas como una estructura elemental de sociabilidad”; se trata así de “espacios muy valiosos para analizar la evolución de las ideas en tanto que lugares de fermentación intelectual y de relaciones afectivas” (Dosse, 51). Si tomamos en cuenta además que este camino permite establecer riquísimos cruces con la historia intelectual y la historia de la vida editorial, con la historia de la cultura, la literatura y las ideas, y que además se retroalimenta con los novísimos abordajes apoyados en el estudio de prácticas y redes, concluiremos que nos encontramos ante un tema apasionante que obliga a repensar y reabrir muchos otros temas y problemas que parecían ya cerrados. Coincidimos también con María Teresa Gramuglio, quien opina:
Revistas y grupos culturales son formaciones características y significativas de la vida intelectual en las sociedades modernas. Revelan el pulso de los tiempos en que se desarrollan, ponen en escena las novedades, recogen o protagonizan los debates de la época, definen posiciones en el campo intelectual” (Gramuglio 2010, 192).
Por otra parte, muchas de las reflexiones pioneras suscitadas por este campo de trabajo continúan teniendo enorme vigencia y demostrando enorme productividad, como es el caso de las palabras con que Beatriz Sarlo abre el volumen de los Cahiers du CRICCAL: “’Publiquemos una revista’ quiere decir ‘hagamos política cultural’, cortemos con el discurso el nudo de un debate estético e ideológico” (Sarlo, 9). Sarlo pasa breve revista a muchos de los que continúan siendo los grandes temas a tomar en cuenta en el estudio de las revistas: su forma y su sintaxis, pero también su incidencia en el debate público y sus políticas de publicación, el estudio de los consejos de redacción como colectivos que representan institucionalmente una toma de posición en el campo, las distintas modalidades de intervención cultural, el énfasis en lo público pensado como espacio de alineamiento y conflicto. La revista es a la vez una respuesta a la coyuntura y una apuesta al largo plazo en cuanto hipótesis de ordenamiento futuro, un escenario privilegiado para observar procesos tales como los de modernización cultural y debates estéticos e ideológicos. En todos los casos podemos pensar la “intervención” de una revista en la esfera pública “como propuesta de reorganización de la tradición cultural”:
El tejido discursivo de las revistas puede ser visto como un laboratorio donde se experimentan propuestas estéticas y oposiciones ideológicas. Instrumentos de la batalla cultural, las revistas se definen también por el haz de problemas que eligieron colocar en su centro (o, a la inversa, según los temas que pasaron en silencio) (Sarlo, 14).
Estas ideas constituyen elementos de enorme interés para emprender la lectura de revistas como Cuadernos Americanos y para entender en cuántos sentidos puede indagarse el papel que cupo desempeñar a sus fundadores. El presente estudio procurará retomar, desde una nueva perspectiva, algunos de estos elementos, a la vez que abordar otros aspectos que consideramos clave para el estudio de las publicaciones: por empezar, no sólo la sintaxis interna de la revista, esto es, la organización, articulación y puesta en diálogo de sus componentes internos, sino también la sintaxis externa que establece con una serie de “formaciones” e “instituciones” (términos propuestos por Raymond Williams), que fueron clave en su momento para entender la articulación y la dinámica del campo. Por fin, la lectura de las colaboraciones de autores centrales en ella, como Alfonso Reyes, permite también comprender la función de los hombres de letras y el complejo modo de articulación entre cuestiones estéticas, éticas e ideológicas a través de textos que son ya en sí mismos formas que traducen, en términos que tomo de Edward Said, el paso de la “filiación” a la “afiliación” de un autor y permiten alcanzar una mejor comprensión de su vínculo con el campo intelectual.
Un acercamiento a Cuadernos Americanos
Cuadernos Americanos es una de las publicaciones de mayor tradición y continuidad de nuestro continente: su primer número —que llevaba un significativo subtítulo: La Revista del Nuevo Mundo— apareció en el primer bimestre de 1942. Se condujo como revista independiente y a partir de 1987 comenzó su nueva época, ya incorporada a la UNAM, donde se sigue publicando, con cambios en el equipo de dirección y de periodicidad hasta la actualidad. Acaba ya de cumplir setenta años de vida. Por mi parte me referiré a esa primera etapa legendaria de la revista que corresponde aproximadamente a los primeros diez años.
En su fundación confluyeron destacados representantes de la vida intelectual y literaria mexicana y del exilio español. Así lo muestra la integración de una “junta de gobierno” (se prefirió adoptar esta denominación en lugar de la de ‘consejo editorial’), aunque ya muy tempranamente comenzó a incluir la colaboración de autores provenientes de otras naciones de América Latina y Europa, como lo prueba el enlace a través de reseñas de libros e intercambio publicitario con la editorial Losada o la revista Sur, con quienes los vincula además la matriz antitotalitaria y favorable a la postura republicana de sus participantes, generada en época de la Segunda Guerra Mundial. Si atendemos además a los campos de adscripción de los primeros colaboradores, asistiremos a un interesante momento de articulación entre “instituciones”, “formaciones” y las “producciones formativas” que derivan de ellas.
La “junta de gobierno”, que tradujo la confluencia de distintas redes, estaba integrada por Pedro Bosch Gimpera (1891–1974), arqueólogo, historiador y ex rector de la Universidad de Barcelona; Daniel Cosío Villegas, entonces director general del Fondo de Cultura Económica; Mario de la Cueva (1901–1981), especialista en derecho del trabajo y derecho constitucional, así como rector de la Universidad Nacional de México; Eugenio Ímaz (1900–1951), filósofo del exilio, profesor de la Universidad de México y además gran traductor; Juan Larrea, escritor, editor y ex secretario del Archivo Nacional Histórico de Madrid; Manuel Márquez, académico y ex decano de la Universidad de Madrid; Manuel Martínez Báez (1894–1987), especialista en salud pública y entonces presidente de la Academia de Medicina de México; Agustín Millares Carlo (1893–1980), paleógrafo y latinista, ex catedrático y secretario de la Universidad de Madrid, integrado hacia 1939 como académico a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional en México; Bernardo Ortiz de Montellano (1899–1949), periodista y escritor mexicano que representó el enlace con las figuras vinculadas a la Secretaría de Educación Pública y con revistas literarias como Contemporáneos y El hijo pródigo; Alfonso Reyes, por entonces ya presidente de El Colegio de México, y Jesús Silva Herzog, director-gerente de la nueva publicación, por entonces además director de la Escuela Nacional de Economía.
Otro dato de interés es la organización de la revista en grandes secciones temáticas, a través de las cuales se diseña un particular tipo de intervención político-cultural que pone permanentemente en relación la apertura a la coyuntura política y la inscripción en el largo plazo de la historia y la cultura. En efecto, ya en el título de dichas secciones —“Nuestro tiempo”, “Aventura del pensamiento”, “Presencia del pasado”, “Dimensión imaginaria”—, así como en la posterior apertura de una colección de libros de ese mismo sello editorial, se advierte esa la tensión entre “perdurabilidad” y “urgencia” que atinadamente marca Gramuglio para el caso de la revista Sur (Gramuglio 2010, 258–259).
Cuadernos Americanos mantendrá ciertos aires de familia con otras revistas: Repertorio Americano, Revista de Occidente, Sur, Orígenes. Se inserta también en la voluntad de retomar un ‘corredor americanista’ como el que comenzara a gestarse con la obra de Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Esos aires de familia se evidencian a primera vista en cuestiones materiales como el formato y la encuadernación, que les otorgan la solidez de un libro. En este punto resulta de interés recuperar la opinión de Horacio Tarcus:
Aunque a veces se parezca exteriormente a un libro, y a menudo adopte la forma de “revista-libro”, se trata de dos artefactos culturales diversos. El libro es normalmente individual, la revista siempre es colectiva. La revista tiene un tiempo de circulación más veloz que el libro y anticipa los textos que el libro se va a demorar en recoger. La revista, campo de pruebas y de ensayos, avanza y arriesga, mientras el libro corrige, selecciona, decanta, consolida. En ese sentido, cualquiera sea su orientación política o estética, la revista es siempre vanguardista, mientras que el libro es conservador. Por eso la revista envejece rápidamente cuando el libro sobrevive (Tarcus, 4).
A este respecto deseo comentar que revistas culturales como Cuadernos o Sur lograron una síntesis entre estos extremos y así superaron el destino precario de muchas publicaciones: aún hoy es incluso posible encontrar que los volúmenes individuales se han salvado en innumerables colecciones.
El formato de libro refuerza además el carácter de revista cultural de Cuadernos, que alberga textos extensos, verdaderos ensayos, dedicados a distintos temas recubiertos por la noción amplia de cultura. Más aún, y como he afirmado en otro lugar (Weinberg 2010a), Cuadernos contribuye a normalizar y aclimatar el ensayo como la forma en prosa más idónea para una revista cultural. Revista y ensayo se retroalimentarán en un espacio simbólico donde se piensa con dimensión histórica lo cultural y se representa la tensión entre dos pulsiones características de la hora: incidir en el largo plazo de la historia y la cultura a la vez que en el corto plazo de la coyuntura política en plena conflagración mundial.
Como bien dice Alexandra Pita, quien retoma a su vez ideas de Altamirano y Sarlo en Literatura y sociedad (1983),
es posible observar la activa participación de los intelectuales, quienes utilizaban las revistas para definir su participación al interior del campo intelectual, así como al exterior de éste, en relación a otros grupos de poder (económicos, políticos, sociales). Como actores sociales inmiscuidos en las empresas editoriales, éstos buscaban expresar sus inquietudes a través de este medio de comunicación y, simultáneamente, encontrar un espacio que legitimara la posición que deseaban alcanzar (Pita González, 5–6).
Todo esfuerzo interpretativo de cada texto singular que compone Cuadernos se debe articular con los que integran el conjunto del volumen y a su vez se retroalimenta con las frecuentes declaraciones programáticas explícitas y los permanentes esfuerzos de valoración y suma y sigue por parte del director y sus principales colaboradores. Se logra de este modo apuntalar el sentido del programa cultural y editorial de largo plazo que sustenta y es sustentado por el conjunto a la vez que se fundamenta el particular tipo de intervención y el lugar que ocupa ese sector de la inteligencia crítica en el México de los años cuarenta: Cuadernos piensa el mundo a la vez que tematiza con alta frecuencia el papel que la inteligencia americana y del exilio habrá de cumplir para pensarlo y traduce su programa en una intervención editorial en la vida cultural que a su vez habría de validar la inserción de sus animadores en la vida mexicana (Altamirano, 238).
He procurado también demostrar en mis investigaciones anteriores (Weinberg 2010a y 2010b) que se trata de una respuesta geopoética: esa audaz propuesta de política de la cultura que llevó el nombre de Cuadernos Americanos constituye la articulación de un proyecto político de reorganización del Estado en el México posrevolucionario; un modo de insertarse en la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial en uno de sus momentos más tormentosos; un modo de reacomodarse la política exterior mexicana en América y el mundo; un modo de repensar el campo de las letras y sus actores, el ámbito del libro y de la educación, como herencia pero a la vez como ruptura con el modelo de la temprana etapa posrevolucionaria que se tradujo en el proyecto encabezado por Vasconcelos. Pero el proyecto no acaba allí, sino que es precisamente en su propia puesta en escena de la noción de cultura que se sustenta, se enlaza con otras revistas culturales de la hora y abre a una posible respuesta: la de una política cultural, a la situación de guerra.
Resulta también sintomático que la revista se geste en el momento en que se difunde el nuevo concepto de cultura, por el que se pasa de la vieja noción de una cultura de élite a la noción de cultura como patrimonio material y espiritual compartido: una noción que se alimenta tanto de aportes del pensamiento alemán como de la antropología cultural de matriz tyloriana y boasiana. Todos estos elementos se traducen en un modo ‘culturalista’ de abordar no sólo la literatura y el arte, la sociedad y la economía, sino incluso la historia misma.
El momento de fundación de la revista, revestido desde el principio por su primer director, el mexicano Jesús Silva Herzog, por su secretario de redacción, el español Juan Larrea, y por sus colaboradores, de un sentido heroico, como aventura de la inteligencia, dio la marca al proyecto y constituyó un común denominador cultural y americanista que logró vincular a los participantes a despecho de las más o menos pronunciadas diferencias. El detonante inmediato de la publicación fue la necesidad de plantear la toma de posición de todo un sector de la inteligencia crítica de México, América y el exilio respecto de los sucesos de la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, a la vez que insertar esas preocupaciones inmediatas en una reflexión sobre el tiempo largo de la cultura hispanoamericana, en un tipo de intervención que permitiera validar simbólicamente el papel de liderazgo de dicho sector. Por otra parte, se trataba de conformar un eje de apoyo a la política de intervención de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.
Se dio así una doble operación: por una parte, se estrecharon histórica y simbólicamente vínculos con los representantes de la España republicana, y se propició una reconciliación con la herencia española, que el liberalismo puro y duro había sometido a fuerte crítica e incluso borramiento. Por otra parte, se superó el temprano antinorteamericanismo y antiimperialismo de principios de siglo (tal como se tradujo en el discurso de Martí, o en la oposición al pragmatismo norteamericano por parte de Darío y Rodó, y más tarde Vasconcelos y Ugarte), dado que se trataba ahora de lograr una alianza estratégica con el fin de derrotar a las potencias del Eje. Esta toma de posición, como sabemos, se superará más tarde en la revista, en cuanto las circunstancias de la Guerra Fría y más tarde aún el estallido de la Revolución Cubana y la política expansionista de posguerra obliguen a la revista a tomar una nueva posición en el campo.
Cuadernos Americanos adopta así el formato de una revista cultural y la prosa de sus artículos se aproxima en mucho a la del ensayo en su vocación interpretativa. Esta solución a la vez estratégica y estructural alimentó fuertemente el programa editorial. Este último a su vez resultó la puesta en práctica de todo un proyecto de intervención cultural.
La empresa cultural de Cuadernos se articula con el complejo de instituciones integrado por el Fondo de Cultura Económica, la Casa de España en México —más tarde convertida en El Colegio de México—, y la Escuela de Economía de la UNAM. La revista es un eslabón importante en la articulación de un proyecto intelectual y editorial vinculado al despegue cultural y editorial modernizador del México de los años cuarenta, ligado al modelo de Estado benefactor y a una etapa de intensa preocupación sobre lo nacional que iba del ámbito político al educativo, literario y artístico. Y es también fundamental en el proceso de incorporación de la intelectualidad del exilio español a su país de acogida, en un momento en que la primera figura del ‘desterrado’ que sentía su estancia en México como provisional, cede su sitio a una conciencia más amplia de la necesidad de integrarse al país de acogida: el término ‘transterrado’ fue acuñado por el filósofo José Gaos, asiduo colaborador de la revista. Gaos es uno de los autores con mayor cantidad de textos publicados en la revista, y constituye, en mi opinión, uno de los intelectuales clave del proyecto, al que alimenta y del que a su vez se nutre. La propuesta de Gaos en torno al ‘transtierro español’ y su iniciativa de organizar un seminario que pudiera estudiar las ideas en México e Hispanoamérica, con la invitación a Leopoldo Zea, uno de los discípulos, a colaborar en Cuadernos Americanos, constituye también una pieza fundamental.
Algunas de las figuras representativas en el proceso de fundación y consolidación de la revista, como Jesús Silva Herzog (1892–1985), Juan Larrea (1895–1980), Alfonso Reyes (1889–1959), León Felipe (1884–1968), José Gaos (1900–1969) o Leopoldo Zea (1912–2004), tuvieron un papel fundamental de mediación cultural, verdaderos ‘nudos’ de esta nueva trama simbólica. Otro tanto sucedió con las redes, puentes y corredores de ideas constituidos por los vínculos intelectuales establecidos entre los fundadores y otros representantes de la vida intelectual de entonces. Y por fin, toda la fuerza vinculante del proyecto se apoya además en un término que postulamos como respuesta a esa tan inteligente pregunta que Beatriz Sarlo plantea para las revistas en general: “¿Cuál es el valor que organiza el resto de los valores?” (Sarlo, 12). En este caso considero que se trata de la propia noción de ‘cultura’.
De este modo, la iniciativa de Silva Herzog, prototipo del economista e intelectual vinculado al servicio público y a todo un proyecto de consolidación del Estado mexicano, o la presencia de Reyes, prototipo del diplomático de las letras, ligado a las esferas de escritores y estudiosos de España, así como a esferas literarias de México, Argentina y Brasil, y siempre ligado además —como su gran amigo Pedro Henríquez Ureña— a revistas y proyectos editoriales, resultan ingredientes fundamentales para la consolidación del proyecto Cuadernos Americanos. No menos clave es la presencia de los intelectuales del exilio. La revista se articula con un momento clave para la consolidación de distintas empresas culturales y editoriales del México posrevolucionario y constituye parte fundamental de un proyecto cultural. Debemos añadir que las propias inserciones de publicidad, donde se hace un fomento de la industria nacional (cerveza, petróleo), así como también del turismo, pero a la vez se insertan publicidades y reseñas del FCE, Losada, etc., son elocuentes del momento en que el libro era el gran protagonista del proyecto civilizatorio.
Cuadernos es también escenario de las tensiones entre la representación del ‘hombre de letras’ y la figura del ‘intelectual’, y nos permite trazar en particular el itinerario de esas figuras de singular importancia para el modelo de consolidación del Estado en el México posrevolucionario: la del servidor público dedicado a una empresa cultural y la de la diplomacia de las letras: Silva Herzog y Reyes cumplen a cabalidad esas respectivas funciones, ya que rearticulan a través de su quehacer varias ‘redes intelectuales’ y ‘redes de sociabilidad’. Estudiar sus escritos supone así no sólo indagar sus contenidos a la luz de su época sino también seguirlos a través de su relación con otros artículos y secciones contenidos en la revista, así como con las condiciones materiales de producción y las prácticas de sociabilidad que los textos traducen.
Jesús Silva Herzog representa, junto con Daniel Cosío Villegas (1898–1976), una nueva generación de hombres públicos que se alejan del ejercicio de una carrera tradicional para dedicarse a la economía y a la historia con un sentido político y de largo plazo. Silva Herzog había estudiado en la Escuela de Altos Estudios de la UNAM, y se había especializado como académico en economía política, historia económica y sociología. Fue fundador de la Escuela de Economía de la UNAM. Se lo considera uno de los grandes teóricos del desarrollo económico basado en la sustitución de importaciones y se lo liga al proceso de nacionalización del petróleo. Fue un destacado servidor público, con importantes cargos como subsecretario de Educación (1933–1934) y de Hacienda y Crédito Público (1947–1948).
La preocupación por la economía política permitió así trazar redes de sociabilidad y se convirtió en uno de los elementos claves que animaron la renovación de distintas dependencias de gobierno e instituciones académicas y representaron la posibilidad de generar un grupo de economistas y sociólogos que, como Eduardo Villaseñor, Manuel Sierra o Narciso Bassols, habrían de colaborar activamente en Cuadernos así como en la Revista Mexicana de Economía y El Trimestre Económico. También estuvo ligado, desde el FCE, don Daniel Cosío Villegas.
En varias ocasiones Jesús Silva Herzog evocó el momento fundacional de Cuadernos. En el “Primer prefacio” a los Índices de 1942–1952, con clara conciencia de que se trataba de una empresa cultural, y con renovado interés por recuperar la “historia” y los “propósitos” de la misma, escribe:
La revista nació al calor de tres conversaciones de sobremesa entre los poetas Juan Larrea, León-Felipe, Bernardo Ortiz de Montellano y el que esto escribe. Resolvimos en nuestro entusiasmo editar una revista de ámbito continental, ante la urgencia de enfrentarnos con los problemas que reclamaba la continuidad de la cultura en aquellos años dramáticos de la Segunda Guerra Mundial. Pero ninguno de los cuatro teníamos recursos para tamaña empresa. Entonces acudimos a un buen número de amigos, de mediana y buena posición económica, solicitando su ayuda financiera. Tuvimos éxito completo, puesto que así reunimos la suma de treinta mil pesos. Todos cooperaron sin pedir nada en cambio, con desinterés y generosidad que cumplidamente agradecimos. Por eso yo he dicho muchas veces, siempre que viene a cuento, que Cuadernos Americanos es un milagro de la amistad (Índices de “Cuadernos Americanos”, p. v.).
El nacimiento de la revista es saludado en un banquete, en una forma de sociabilidad altamente frecuentada para la época y que se repetirá año tras año:
El 29 de diciembre de 1941, apareció el primer número de la publicación correspondiente a enero–febrero de 1942. Celebramos el suceso reuniéndonos a cenar unos sesenta amigos, intelectuales de España, de México y de otros países de la América Latina. En la cena reinó la alegría y el optimismo. Alfonso Reyes y León-Felipe dijeron hermosos discursos alusivos al acto. El nombre de la revista fue sugestión (sic) del mismo Alfonso, padrino ilustre y amable colaborador (ibid.).
Despedida y tránsito
En el artículo de cierre de España Peregrina, “Despedida y tránsito”, muy probablemente redactado por Juan Larrea,[2] se anuncia la aparición de Cuadernos Americanos. Así se dice:
La antorcha de España Peregrina, lejos de extinguirse, se dispone a cobrar más vívido incremento. Los hondos anhelos humanos que encendió en nosotros la tragedia española y que el consecuente cataclismo universal sufrido hoy por el mundo corrobora y acrecienta, darán figura a una nueva y más importante publicación. No particularmente española, sino hispanoamericana, es decir, española de un modo más amplio […]. El primero de enero de 1942 circulará en toda América el número 1 de la revista Cuadernos Americanos, llamada a enfrentarse con los graves problemas que plantea la actual crisis histórica. Dirigida en hermanada colaboración por una representación selectísima de la intelectualidad mexicana y por otra muy escogida de la española y abriendo sus columnas a las firmas insignes del continente, será impulsada, frente al concepto reaccionario de Hispanidad, por los mismos ideales que han movido a la Junta de Cultura (España Peregrina 10, cit. por González Neira, 15). [3]
El nacimiento de Cuadernos Americanos se produce en un momento crítico para los desterrados; después de que La Casa de España cambiase su nombre por el de El Colegio de México (1940), cuando el exilio cultural español se vio obligado a asumir que no podía continuar viviendo en la aislada burbuja de la diáspora. El tira y afloje entre mantener una revista del exilio y abrir una nueva publicación en México traduce una tensión propia del clima de la época, en que la relación entre intelectuales del país y extranjeros no fue necesariamente tersa.[4]
Cuadernos Americanos y las redes de sociabilidad intelectual
Cito de manera extensa la versión que de la fundación de Cuadernos aporta la investigadora española Ana González Neira, haciéndose eco de una diferente perspectiva respecto de los hechos, que es la que proporcionara Juan Larrea:
Ante la difícil situación económica de España Peregrina, Larrea consultó a Octavio Barreda y a Bernardo Ortiz de Montellano sobre quién podría proporcionarles anuncios para sanear las cuentas de la cabecera; la respuesta fue similar: Jesús Silva Herzog. Por lo que en febrero de 1941, León Felipe, Ortiz de Montellano y Larrea acudieron a hablar con Silva Herzog a su despacho de Estudios Económicos de la Secretaría de Hacienda. Larrea cuenta que en esta entrevista le manifestaron la necesidad en que nos veíamos de obtener alguna ayuda publicitaria, mínima por cierto, para que España Peregrina donde todo era gratuito, pudiera reanudar sus gestas inseminadoras. Y sin que ello impidiese, sino al contrario, para más adelante, la realización de otro proyecto de mayor ambición y que a mí, por lo adecuadísimo que me parecía a la situación de nuestro mundo, se me antojaba inevitable: la creación de una gran revista, la más importante revista en lengua castellana que, en aquel momento en que ardía Europa por sus cuatro costados, fuese producto de la estrecha colaboración creadora de hispanoamericanos y españoles, con miras a preparar el advenimiento de una cultura más universal, más humana. Abrevio. A la tercera reunión, siempre ante una mesa bien servida, don Jesús nos comunicó que, desde luego, él no creía tener la menor dificultad para conseguirnos de algunas entidades amigas los anuncios que precisábamos. Pero lo que a él le interesaba personalmente era el segundo proyecto, el de la gran revista que, con el apoyo del gobierno de Ávila Camacho, o, si no, de alguna otra manera, él se creía capacitado para lograr su financiación (González Neira, 12).
La participación de figuras como las de Silva Herzog, Reyes y Larrea en la etapa fundacional fue clave en el proceso de consolidación de esa red intelectual y de sociabilidad capaz de generar una agenda para esa difícil hora y nuclear las posturas antitotalitarias y pacifistas, a la vez que un espacio de confluencia y despliegue de un programa de conciliación hispano-americana de largo plazo que tuviera como centro una política de la cultura: el clima de sociabilidad intelectual se traduce en la posibilidad de retomar redes previas y volver a trazar los circuitos y modalidades de circulación de una revista.
Las progresivas tomas de posición se tradujeron en un determinado modelo de publicación inserto a su vez en un complejo cultural y editorial de largo alcance, al cual se ligaron en un principio intelectuales y artistas de las dos Américas y la España del exilio, unidos contra la amenaza totalitaria. Si los fundadores hicieron de conceptos como ‘lo humano’, ‘la cultura’ y ‘lo americano’ su santo y seña, y si tuvieron una preponderante matriz histórica para la interpretación de los procesos, con el correr de los años la revista tendió a ser reconocida como una publicación cultural de corte sociológico en la cual de todos modos nunca dejó de ser llamativa la alta proporción de trabajos provenientes del ámbito de la historia, la historia de las ideas, el arte y la crítica literaria.
Quiero enfatizar que el concepto de cultura, que Cuadernos Americanos retoma y a la vez contribuye a fortalecer, es clave para América Latina en cuanto, por una parte, permite vincular la tradición romántica y la de los nuevos estudios de antropología de los Estados Unidos; a la vez, se concibe tanto como ligada a ciertos aspectos de la cultura material (en la revista se enfatizan la arqueología o la ciencia), pero sobre todo se mantiene en el molde de identificar cultura con creaciones espirituales del hombre. El término atraviesa el nivel significante y el nivel actuante, porque nuclea, potencia, sirve como punto de unión, mínimo común denominador, para la generación y como respuesta a la guerra. Si atendemos a este nuevo ingrediente en el relato de los orígenes, dado por las tensiones en los primeros años de llegada del exilio español, veremos que allí toca un papel decisivo a Alfonso Reyes, cuya intervención permitió reactivar valiosas redes de sociabilidad previas y rearticularlas con nuevos circuitos. En su característica ‘americanería andante’, Reyes fue, además de un destacado hombre de letras, una figura nuclear capaz de hacer confluir y poner en nueva relación varios circuitos, y muy especialmente los vínculos que él mismo supo establecer durante su estadía en España con los vínculos recuperados en su regreso a México. Una vez más, la noción de ‘cultura’ actuó como palabra mágica que permitió suturar las diferencias y encontrar un común denominador en los proyectos.
Ya su temprano vínculo con los ateneístas y modernistas fue enriquecido por su viaje a Francia y España. Es así como Reyes se inserta en una primera red de estudiosos e instituciones consistente en los sectores regeneracionistas y modernizadores ligados a Junta de Altos Estudios de Madrid, que será más tarde uno de los primeros precedentes de contactos que facilitarían en su momento el tránsito de los hombres del exilio a México. Por otra parte, en su carácter de ‘embajador letrado’, el mexicano logró hacer uso del capital de relaciones públicas que había venido atesorando desde 1914, cuando muy joven aún se vinculó con los García Calderón y la Revista de América, y comenzó a preocuparse por las relaciones entre España y América. Hacia los años veinte ya había consolidado una fuerte relación con los hombres de letras españoles como Marcelino Menéndez Pelayo y el Centro de Estudios Históricos de Madrid a la vez que con Ortega y Gasset, amén de otros escritores como Valle Inclán, Gómez de la Serna o representantes de la escuela de filología y estilística. Una vez nombrado embajador ante Argentina y Brasil, Reyes logra fortalecer vínculos con escritores de esos países, en un fenómeno que se ha dado en llamar ‘la diplomacia de las letras’. El fuerte vínculo de amistad que unía a Reyes con Pedro Henríquez Ureña contribuyó sin duda a facilitar y fortalecer el establecimiento de relaciones de Reyes tanto con los escritores y el mundo editorial de la época —colabora en Nosotros y Sur, y a la vez en los circuitos de sociabilidad entre escritores en los que participaban Victoria Ocampo, Eduardo Mallea o Jorge Luis Borges— como con el grupo de estudiosos que, como Amado Alonso (1896–1952) y Raimundo Lida (1908–1979), se encontraban ligados al Instituto de Filología fundado en Buenos Aires en 1923. Estos vínculos se traducen en la publicación de autores estrechamente ligados a esas revistas, como Waldo Frank así como en algunos aspectos programáticos, ya que Cuadernos retomará a la vez que completará críticamente la estafeta de Sur ante los sucesos de la Segunda Guerra Mundial y el franquismo.
Sabido es que Reyes contribuyó muy activamente a dar una inserción en México a las grandes figuras del exilio, que alimentaron con su presencia esas magnas empresas culturales ligadas al ámbito del libro y el trabajo intelectual que dieron lugar a dos instituciones fundamentales del México de ayer y de hoy: El Colegio de México y el Fondo de Cultura Económica, a la vez que renovaron los cuadros de la propia Universidad Nacional. Incluso el paso de La Casa de España en México (1938–1940) a El Colegio de México (1940), en un proceso en que la mediación de Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas fue fundamental, resultó un modo de dar una solución simbólica que integrara a mexicanos y españoles en una empresa cultural común.
Por fin, existe otro elemento a tener en cuenta: Alfonso Reyes fue protagonista fundamental en la movilización de los hombres de letras en apoyo de los Estados Unidos en el momento crucial de la Segunda Guerra Mundial. Un fenómeno que se tradujo tanto en la inclusión de textos de apoyo, muchos de ellos en puente con revistas como Sur y figuras como Waldo Frank, pero también de manera activa en el intento de impulsar la reunión de un gran congreso de escritores antifascistas. En efecto, tuvo Reyes un activo papel en la organización de la Conferencia Interamericana de Escritores (1942), iniciativa en principio independiente del Estado pero que pronto interesó a las autoridades, en cuanto se consideró que ésta permitiría fortalecer la posición del gobierno mexicano ante la Segunda Guerra Mundial y contar con una proyección continental y una organización hemisférica avaladas por un discurso eficaz que permitiera dotar de una cobertura intelectual a la política de apoyo a los Estados Unidos en ese año crítico, que fue el del ingreso de México y de los propios Estados Unidos al conflicto europeo. De allí que Reyes insista en que al caer los ‘pueblos magistrales’ toca a los americanos, de manera prematura tal vez, preservar esa cultura a la vez que inscribir la presencia de América en esa historia universal comandada por una Europa entonces en crisis: nueva relación entre centros y márgenes.
En resumen: a un clima cultural heredero del arielismo, el juvenilismo, el reformismo universitario y parcialmente el unionismo, el aprismo y el socialismo, que se combina con los proyectos vinculadores de las revistas del modernismo, así como el primer hispanoamericanismo y las tempranas manifestaciones antiimperialistas y espiritualistas anteriores a los años 30, se debe ahora añadir los profundos cambios que traen aparejados el estallido de la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial, con la reconfiguración del viejo panamericanismo en ese momento de cambio de la agresiva política exterior norteamericana en favor de una política de buena vecindad, que buscaba además constituir una alianza con las otras naciones americanas en vistas de las demandas de la guerra. Este difícil equilibrio se romperá muy poco después de concluida la guerra.
La elección del adjetivo “americanos” para la revista fue decidida después de una discusión de tres horas tras la cual ganó la propuesta de Reyes, y habría tenido su explicación en la necesidad de enfatizar un tono de alianza continental ante la guerra europea, así como el acercamiento de México a los Estados Unidos como respuesta a la virulencia del nazismo, el fascismo, el franquismo. La decisión se enlaza además con una tradición de larga data: “americano” es el término que escogen Bello y más tarde García Monge para su respectivo proyecto editorial, así como el que elige Francisco García Calderón para su Revista de América y el que escogerá Pedro Henríquez Ureña para dar título a la Biblioteca Americana del FCE.
Cuadernos Americanos debe además a Reyes algunos de los puntos programáticos básicos que alimentan el impulso de fundación de la revista, como lo muestra el sentido fuerte de uno de sus primeros artículos, “América y los Cuadernos Americanos”, que surgió a su vez como discurso leído en el banquete inaugural de la publicación. Ese significativo texto se publica en el segundo número de Cuadernos Americanos. Por una parte, ya desde el título queda de manifiesto su interés por resaltar la relación de la revista con la idea de América (solución simbólica a la vez de la postura crítica que tanto él como Henríquez Ureña tenían respecto de otras denominaciones, como América Latina o Iberoamérica, a la vez que permite ahora poner mayor énfasis en la solidaridad de ambas Américas con vistas a la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial). Por otra parte, como se descubre desde las primeras líneas, el interés por poner en relación un continente a través de la cultura.
En efecto, Reyes se refiere al “imperativo moral” que representa “la salvación de la cultura”. Así la define:
La cultura no es, en efecto, un mero adorno o cosa adjetiva, un ingrediente, sino un elemento consustancial del hombre, y acaso su misma sustancia. Es el acarreo de conquistas a través de las cuales el hombre puede ser lo que es, y mejor aún lo que ha de llegar a ser, luchando milenariamente contra el primitivo esquema zoológico en que vino al mundo como enjaulado. La cultura es el repertorio del hombre. Conservarla y continuarla es conservar y continuar al hombre (Reyes 1942, 7).
Reyes reconsidera así críticamente —como Pedro Henríquez Ureña— la vieja concepción elitista de cultura y comienza a emplear el término en sentido antropológico (un sentido que los títulos de Boas, Herskovits o Lowie, que por esos años está publicando el FCE contribuyen a confirmar). Esto le permitió a su vez encontrar un punto de mira más generoso y abarcador para entender los fenómenos de la hora, así como lograr una sintonía entre el programa de Cuadernos y las demás instituciones.
El concepto de “cultura” permite en suma a Reyes diseñar el espacio simbólico al que todos pertenecemos y que pertenece a los propios hombres de letras. Se da así un rizo: el ensayista está en la cultura y ésta es a la vez su objeto de meditación.
Como sabemos, el sentido elitista de cultura estaba siendo reemplazado por un sentido más amplio, como acervo de todas las creaciones materiales y espirituales del hombre, aunque no dejaba de mantenerse la acepción que daba al arte y la literatura un lugar especial dentro de las formaciones culturales. La sensibilidad de Reyes supo reunir el sentido que tenía también el término entre autores españoles y de otros países europeos, como Araquistain o Altamira en el primer caso o Weber y Spengler en el segundo. El término era también palabra de pase entre autores como Pedro Henríquez Ureña y José Carlos Mariátegui, quienes a su vez renovaron el sentido arielista. A este respecto deseo citar una observación genial de González Echevarría en torno de la relación “entre el concepto de cultura y la idea de lo literario en la América Latina moderna”:
Como repositorio de significados, el concepto de cultura ha constituido históricamente una importante fuente de autoridad a varios niveles, que incluyen, desde las proclamas emitidas por instituciones culturales… hasta el trabajo de los más respetados ensayistas, críticos e investigadores, preocupados por el asunto de la identidad nacional y continental […] El concepto de cultura es un componente fundamental en el funcionamiento de la literatura como institución […] (González Echevarría, 28).
Dejo meramente apuntado para un estudio posterior que el concepto de cultura, que hoy puede rastrearse en innúmeros trabajos, desde los de Raymond Williams hasta los de Terry Eagleton y tantos autores más, nos permitiría hacer una reconstrucción, una arqueología del término, para a nuestra vez poder establecer un contraste con el sentido que se le asigna por parte de Reyes y Cuadernos. Un sentido salvífico y milenarista en el caso de Larrea, un sentido de programa y leitmotiv que permite vincular los distintos contenidos de la revista con un mínimo común denominador, pero también un cierto modo de ordenar y categorizar los distintos tópicos, haciendo del arte, la literatura y la filosofía tres de sus manifestaciones más relevantes.
Regresando al discurso de Reyes, el término actúa como principio autorizador de su palabra a la vez que como principio interpretativo de su ensayo. La recurrencia en el artículo de otro término, el de ‘representación’, es sintomática, y denota la preocupación por la legitimidad y la representatividad de las representaciones del intelectual a que también se refirió Edward Said.
Resulta de enorme interés comprobar cómo a través de los primeros textos se va perfilando el ideal de valores que deberán regir la revista y el campo intelectual al que ella apunta y en el que ella se inscribe. Es así como, cuando hacia el final del texto, la empresa cultural se traduce como el empeño de “un puñado de hombres de buena voluntad”: el interés del desinterés, el desinterés del interés. De este modo, el ideal utópico y universalista de Reyes se toca con el modelo de las empresas culturales, cuyas ganancias se reinvierten en su totalidad para la expansión de sus alcances. Y el ideal espiritual de asunción del destino de la humanidad traduce el modo en que México aspira a retomar la estafeta cultural y editorial española.
Afirmamos además que en última instancia Cuadernos debe a Reyes, como Reyes a Cuadernos, la consolidación y normalización de la propia forma del ensayo como escenario textual de su afiliación como escritor y del diseño de una política de la cultura como política editorial. He estudiado con mayor detenimiento estos temas al afirmar que con Alfonso Reyes el ensayo hispanoamericano alcanza su ‘Tierra Firme’ y encuentra un momento de normalización y estandarización formal como prosa de la inteligencia mediadora entre distintas esferas del saber y escenario simbólico de la reflexión sobre la cultura (Weinberg 2006). El ensayo puede llevar a cabo —y tal es el caso de muchos de los textos que integran los primeros años de la revista— una interpretación simbólica de la cultura como una práctica editorial: pensarla y traducirla bajo la especie de colecciones y bibliotecas. El proyecto cultural americanista de Cuadernos se alimenta y es alimentado por un proceso de selección temática y simbolización donde el propio quehacer editorial se constituye en ‘vector intertextual’, esto es, actúa como marco, filtro y principio organizador del conjunto. Y tocó en ello a Alfonso Reyes un papel central.
El Big Bang de un proyecto editorial
Algo tienen de Big Bang los primeros momentos y gestos fundacionales de toda revista. Para seguir con nuestra analogía con la física, se hace necesario que el programa editorial se apoye en una masa crítica suficiente para detonar un efecto de alto impacto en el campo intelectual. Es así que para los primeros números de la revista se da un fenómeno que he llamado de ‘alta densidad’ o ‘saturación’ en los diversos planos discursivos, y que se manifiesta tanto respecto de los propios textos ensayísticos y vectores temáticos que los atraviesan como en la compleja red de reenvíos textuales y paratextuales, esto es, en un sistema de correspondencias temáticas y en una interrelación a un alto punto colmada entre los distintos componentes de la revista —desde los artículos y notas propiamente dichos hasta los anuncios pagados o de intercambio, desde la línea programática declarada y las innúmeras referencias cruzadas explícitas e implícitas, desde la oferta de temas, problemas, autores hasta el sentido implícito del proceso de selección de los mismos para la articulación de una verdadera política cultural—, que confirma en otro nivel el mensaje explícito y el contenido mismo de los artículos.
Revista, ensayo y prosa resultan mucho más que un mero soporte, molde o vehículo para volcar una serie de temas de interés y debate: la ‘historia de la cultura’ actúa tanto en lo que hace a la selección y combinación de los contenidos como a la adopción de un orden discursivo y modalidades enunciativas que tienen por eje medular un tipo de argumentación gobernada por un sentido de inteligibilidad dado por la historia y la cultura. Éstas ofrecen así no sólo el modelo y la estructura para el análisis, sino que también constituyen ciertas “restricciones de absorción” (Angenot, 67) en lo que hace a la organización discursiva y temática.
La presencia de Reyes es en suma clave en esta primera etapa de Cuadernos para apuntalar ese gran proyecto y enlazar una política de editorial con una política cultural en la que participan también otras instituciones que hacen de esas actividades un modelo de intervención en la sociedad: la revista no puede entenderse si no se la coloca en la amplia red de instituciones y formaciones del México de los años cuarenta. La imagen de una “cultura universal” que América reasume vale entonces por sí misma a la vez que como traducción de lo que estaba sucediendo en el mundo de la letra impresa. La práctica escritural, la política editorial y el proyecto cultural de la revista presentan importantes analogías, incluso estructurales. ‘Cultura’, ‘libro’, ‘revista’ actúan como metáfora y metonimia que permiten nombrar y enlazar los distintos planos de intervención. Traducir el complejo mundo de las relaciones sociales y materiales al ámbito simbólico denominado cultura, y en él colocar, como clave del sistema, al libro, la revista, la política editorial y el ensayo permite a la vez validar los unos a través de los otros. La especificidad de los artículos-ensayo que integran la revista y su inscripción en un horizonte de sentido o ‘más allá’ correspondiente a un programa de política de la cultura de amplios alcances no puede entenderse a cabalidad sin atender al mismo tiempo a ese ‘más acá’ ligado a las condiciones materiales de producción y a las redes sociales de interacción que hicieron posible el surgimiento, la circulación y la instauración de nuevos circuitos y espacios de diálogo público de la propia revista. Al revertir a través del gesto fundacional de una revista la situación postergada de América en el concierto de las naciones se logró demostrar que era posible evitar que América llegara una vez más tarde al banquete de la cultura universal.
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Enlaces adicionales
Ø Véase la actual revista Cuardernos Americanos (Nueva Época).
Ø El artículo de Fernando Guzmán Aguilar sobre “70 años de la revista Cuadernos Americanos”.
Ø Sobre la revista Cuadernos de cultura (1930-1933) véase el portal “Proyecto Filosofía en español”.
[1] Como afirma Antonio Checa Godoy: “Se entiende por revistas culturales a aquellas publicaciones periódicas que no se dedican sólo a tratar temas literarios sino una gran variedad de temáticas relacionadas con lo cultural como ciencia, historia, política. Temporalmente éstas tuvieron su aparición entre la segunda y tercera década del siglo XX en América Latina” (Checa Godoy: “Historia de la prensa en Hispanoamérica” (1993), cit. por Pita González, p. 5).
[3] La profesora italiana Rosa Grillo insiste en que “la desaparición de España Peregrina fue, en realidad, un acto fundacional, ya que, gracias a una madura comprensión de la situación internacional, nació Cuadernos Americanos” (10). Y Ascensión Hernández de León-Portilla opina que el vínculo entre ambas cabeceras es tal que “en realidad, la revista nunca murió; más bien se transformó en una publicación que de ser conciencia de los valores universales de España, pasó a ser la conciencia de los valores universales de todo un continente” (11).
[4] Así lo apunta Mario Ojeda: “Tal y como hicieran Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas con La Casa de España (lugar de acogida para destacados científicos, académicos y artistas españoles amenazados por la Guerra Civil, que se suponía temporal) al convertirla en 1940 en El Colegio de México —institución mexicana de altos estudios, que buscó integrarlos de modo permanente como docentes e investigadores naturalizados—, Silva Herzog rechazó amablemente la solicitud de patrocinio de una revista española en el exilio. Propuso en cambio la fundación de una revista nueva, de urdimbre mexicana y latinoamericana, en la que los exiliados pudieran arraigarse a su nueva patria. En ese sentido, el paso de una publicación a otra representa lo que en las atinadas palabras de Juan Manuel Díaz de Guereñu fue ‘la integración inevitable de los desterrados, obligados a dejar de oficiar de exiliados españoles para ocuparse de un modo u otro en las tareas, instituciones y empresas de la cultura mejicana’” (Ojeda Revah, 24–25).
Liliana Weinberg (Universidad Nacional Autónoma de México)