Celina Manzoni: La polémica del Meridiano Intelectual y la internacionalización del debate en la vanguardia latinoamericana

  • Posted on: 29 April 2014
  • By: nanette

Introducción

No es la primera vez que me ocupo de la polémica del Meridiano Intelectual, famosa en 1927, entre motivos más serios, por el escándalo con que la encaró la revista Martín Fierro desde Buenos Aires; retomada por la crítica en años posteriores, aparece últimamente revisitada de manera esporádica y aun así sigue siendo casi ignorada fuera de un círculo bastante reducido de investigadores de la cultura latinoamericana. Si bien tuve los primeros atisbos de su existencia en la antología de la revista porteña realizada por Adolfo Prieto (1968, 71–78) quien selecciona cinco respuestas del índice de Martín Fierro publicado por Eduardo González Lanuza (136–137 y 138–139), redescubrí la polémica y sus proyecciones todavía casi secretas en el tiempo que dediqué a la investigación de la cubana revista de avance (1927–1930) en interconexión con otras publicaciones contemporáneas de Buenos Aires, México, Lima, Costa Rica y Sâo Paulo.

Fue entonces cuando imaginé que con las revistas parecía cumplirse de alguna manera el sueño de Mallarmé en Le livre a venir: un libro futuro en el que las páginas no seguirían un orden fijo, sino que se relacionarían en órdenes diversos y según diversas y aleatorias leyes de combinación (Blanchot, 251–274). Esto, unido a las tesis de Umberto Eco en Obra abierta, me llevó a pensar las revistas como obras en movimiento (Manzoni 2001, 57–67). Una obra en movimiento, un “texto múltiple” como lo llamó John King, una trama seductora que, construida en la heterogeneidad de sus recortes impulsa al investigador de revistas a un tenaz ejercicio de pensamiento entre fragmentario y asociativo. Si, desde esa perspectiva, parece evidente que una ilusoria ambición totalizadora y el consecuente descriptivismo se constituyen en formidable traba para un análisis profundo de las revistas, casi se impone al investigador el gesto de la antología, en la que, como en toda antología, confluyen los procesos de recopilación y de selección. La lectura de la revista como obra en movimiento, texto múltiple que se desarrolla en las condiciones de un espacio político y cultural, con su propia historia y sus conflictos internos, no sólo vuelve posible la identificación de nexos y la elaboración de un cierto orden, sino que permite la percepción de tendencias fuertes: esto es lo que me permitió en su momento identificar la red polémica que, en torno a la discusión del Meridiano Intelectual, atravesaba casi toda América Latina. Fueron sus vehículos entonces, por lo menos siete publicaciones periódicas, una red que se expandió en este último año con la recuperación en México de Horizonte (Xalapa 1926–1927) y en Cuba de Orto (Manzanillo) así como de una serie de artículos que acompañan al único conocido hasta ahora de Alejo Carpentier en el Diario de la Marina (Cairo). En la orilla española destacaron intelectuales vinculados a La Gaceta Literaria dirigida por Ernesto Giménez Caballero y al diario El Sol, ambos de Madrid, cuyos textos se reproducen en La polémica del meridiano intelectual de Hispanoamérica de Carmen Alemany Bay.

En las revistas, que Alfonso Reyes llamó “antologías cruciales”, se cruzan retóricas y géneros (poesía, narrativa, ensayo, polémica, exhortación, denuncia, encuesta); autores, ideologías, prácticas de la vida social, innovaciones gráficas que van más allá de la mera anécdota; crean un espacio en el que lo fragmentario adquiere sentido y en el que los numerosos debates expresan de manera privilegiada una búsqueda de definiciones respecto de ideologías estéticas, culturales y sociales que, así, en red, en la sincronía pueden descubrirnos con una intensidad que de otro modo quizás huiría de nosotros, el hacerse de una cultura.

Autonomía y autonomización

En esa coexistencia y en esa situación de equilibrio inestable en el que las ideas y los nombres van tejiendo una malla, los debates dejan de ser locales para internacionalizarse; en la extensión de una metodología bastante característica de muchas revistas, percibimos la instalación de una heterogeneidad de voces discursivas que en su momento materializó uno de los proyectos más ambiciosos de la cultura latinoamericana: la reflexión acerca de la autonomía de la literatura y acerca del complejo proceso de su autonomización. Un eje sobre el que es posible reconstruir una tradición de la cultura continental que pasa por pensar el problema de la autonomía de la literatura en términos ampliados. Por una parte, y en el sentido propuesto por Adorno, autonomía respecto de la sociedad:

El arte es algo social, sobre todo por su oposición a la sociedad, oposición que adquiere sólo cuando se hace autónomo. Al cristalizar como algo peculiar en lugar de aceptar las normas sociales existentes y presentarse como algo “socialmente provechoso”, está criticando la sociedad por su mera existencia, como en efecto le reprochan los puritanos de cualquier confesión. [...] Lo que aporta a la sociedad no es su comunicación con ella, sino algo más mediato, su resistencia, en la que se reproduce el desarrollo social gracias a su propio desarrollo estético aunque éste no imite a aquél (Adorno, 296).

Por otra parte, autonomía de la literatura latinoamericana y de la crítica de la literatura latinoamericana respecto de modelos asentados, canónicos o canonizados y, por eso mismo, prestigiosos o de alta visibilidad, gesto que puede llamarse de autonomización sobre todo a partir de los análisis de Ángel Rama en los tempranos setenta, cuando empezó a estudiar el complejo proceso por el que se realizó el pasaje de las historias de las literaturas nacionales a la formulación de una literatura latinoamericana (A. Rama). Su análisis de la historiografía literaria latinoamericana le permitió mostrar el proceso intelectual por el cual la crítica logró forjar un nuevo discurso abarcador a partir de desplazar el modelo impuesto por Marcelino Menéndez Pelayo quien, en su Historia de la poesía hispanoamericana instaló una metodología consistente no sólo en la mera sumatoria de literaturas nacionales compartimentadas aunque en un volumen único, sino en establecer un eje lengua-nación cuya consecuencia fue necesariamente la marginación de las literaturas indígenas y el olvido de la literatura brasileña y de la haitiana junto con otras literaturas del Caribe. Un proyecto con el cual “[e]l erudito español quería restaurar la autoridad espiritual del imperio y el prestigio del Libro, asegurando así un lugar protagónico a la España vencida. El nuevo hispanismo académico del siglo XX se sedimentó y se constituyó en buena medida gracias a esa Historia. Era una forma de re-nacimiento de un tiempo y una autoridad que parecían acabados” (Díaz Quiñones, 28). Tampoco las historias nacionales de la literatura que empiezan a publicarse en América ya en siglo XX logran superar esos criterios asentados en una reinterpretación de los modelos europeos, más bien los reproducen: una única lengua, sucesión de escuelas literarias, movimientos o estéticas muchas veces importadas acríticamente.

Sin embargo, Pedro Henríquez Ureña en 1926, un año antes del estallido de la polémica del meridiano, en su conferencia “El descontento y la promesa”, luego publicada en Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928), reconoce el atraso de la crítica hispanoamericana en forjar un discurso continental abarcador. La salida a una situación en apariencia clausurada, la articulará años más tarde el mismo Henríquez Ureña en las conferencias dictadas en la Universidad de Harvard en 1940–1941 publicadas como Literary Currents in Hispanic America (1945); revisadas por el autor, complementadas en su Historia de la cultura en la América Hispánica (1947); traducidas pocos años más tarde: Las corrientes literarias en la América Hispánica (1949). Para esas lecciones, Henríquez Ureña concibió un común esquema histórico en el que integró las literaturas del espacio territorial identificado como hispanoamericano al margen de la separación entre lengua española y portuguesa aunque, como se le ha señalado, dejó afuera la literatura en lengua francesa publicada en Haití. Al establecer como base unificadora, en cambio del sistema lengua-nación, un campo cultural, elude un trazado cronológico de escuelas artísticas y estéticas según el modelo europeo y articula una organización fundamentada en períodos históricos que podían enlazarse como etapas de proyectos culturales comunes: lo que él mismo caracterizó en la “Introducción”: “Las páginas que siguen no tienen la pretensión de ser una historia completa de la literatura hispanoamericana. Mi propósito ha sido seguir las corrientes relacionadas con la ‘busca de nuestra expresión’” (Henríquez Ureña 1949, 8). Aunque, como resume Rama refiriéndose a ese proyecto: “[m]ediante el entronque cultural dispusimos desde la década de los años cuarenta de un discurso integrador de toda América Hispánica” (1974-1975, 132), todavía en 1954, Enrique Anderson Imbert, desde este lado del Atlántico, sostendrá en el “Prólogo” a su Historia de la literatura hispanoamericana: “La literatura que vamos a estudiar es la que, en América, se escribió en español” (Anderson Imbert, 9).

Durante ese contradictorio y complejo proceso, aquí apenas insinuado, que abarcó toda América y que además estuvo relacionado íntimamente con la emergencia de las vanguardias, los intelectuales siguieron reescribiendo la historia y ‘nacionalizando’ las letras y la crítica, proporcionando respuestas imaginativas sobre la cultura, la raza y la sociedad, realizando un conjunto de prácticas que podrían ser comentadas en el contexto de la difícil autonomización de la actividad intelectual y de los cambios de función de los intelectuales (Díaz Quiñones). En esos años de búsqueda de definiciones y de cambios de paradigma se impone la cuestión del nombre: ante la apropiación del nombre de América y del de ‘americanos’ por la poderosa república sajona del norte del continente cunde la necesidad de renombrar esa cultura y se recuperarán argumentaciones decimonónicas de corte latinoamericanista (como la de Francisco Bilbao, de 1856, y de José María Torres Caicedo, de 1857). Empezaron a cundir cultura latinoamericana y América Latina, nombre que nunca le pareció satisfactorio a Henríquez Ureña (1949, 7) ni tampoco a José Carlos Mariátegui (117). Volveré más adelante sobre esta cuestión.

Aristas de una polémica    

A la luz de esas elaboraciones que reconocían una tradición continental y en las que participaban también los intelectuales agrupados en las múltiples publicaciones de los años veinte, el momento en que “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”, editorial sin firma, es publicado en La Gaceta Literaria de Madrid (8, 15 de abril de 1927), no parece el más oportuno. Unos días después, su secretario, Guillermo de Torre, en carta del 25 de abril dirigida a J. García Monge, director de Repertorio Americano, reconoce su autoría y argumenta sobre la conveniencia de publicarlo:

Tengo el gusto de adjuntarle un artículo mío publicado como Editorial, en el reciente n°8 de La Gaceta Literaria, y titulado Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica. Por la tesis en él sustentada, por los puntos de vista que contiene referentes a un nuevo y más eficaz sistema de relaciones intelectuales entre España y América —prescindiendo de los rodeos y de las desviaciones latinistas— no creo excesiva mi pretensión de que dicho artículo merecerá su atenta lectura y aun la reinserción en ese admirable semanario [sic] de cultura hispánica que Ud. dirige (Repertorio Americano XV, 9, 3 de septiembre de 1927, 135; énfasis de Guillermo de Torre).

En esa tónica no sorprende que de Torre acentúe el subtítulo de la revista costarricense, Semanario de Cultura Hispánica; énfasis que marca una actitud combativa respecto de lo que denomina “desviaciones latinistas” en la carta y latinismo, objeto central de su preocupación en el editorial, aunque sí llame la atención que su solicitud se efectivizara más de cuatro meses después y cuando la polémica se había generalizado tanto en España como en América.

La propuesta de colocar a Madrid como referente intelectual del continente suscitará reacciones de diversa tonalidad cuyas ondas expansivas llegan por lo menos hasta 1930 con textos tan originales como La indagación del choteo de Jorge Mañach que se publica en La Habana en 1928 y que debería leerse en red con “El idioma de los argentinos”, conferencia pronunciada por Borges en 1927 (publicada un año después), y con el aguafuerte de Roberto Arlt del mismo título en 1930. El escándalo estalla a partir de la provocativa ambición (incluso, esperanza), formulada por un inexistente Ortelli y Gasset, de lograr un idioma propio que llegara a ser incomprensible para los españoles: “A un meridiano encontrao en una fiambrera” (MF IV, 42, 10 de junio—10 de julio de 1927, 7). Este breve texto que se recupera posteriormente (Borges 1997, 305), aclara en nota al pie que Ortelli y Gasset fue un seudónimo utilizado por Borges y Carlos Mastronardi, dato que se avala con un fragmento autobiográfico de este último:

Conjuntamente escribimos cierta respuesta humorística a una nota asaz española que La Gaceta Literaria [...] publicó bajo el título de ‘Madrid, meridiano intelectual de Hispano–América’. [...] Martín Fierro recogió esa contestación burlesca. La firmaba el recién inventado Ortelli y Gasset.

En la firma no habría que descartar el uso doblemente malicioso que combina el apellido de Roberto A. Ortelli, protagonista de un debate con Guillermo de Torre recogido en la revista Inicial en 1923 (Manzoni 1994), con el del connotado polígrafo español y que provocó el escándalo, como recuerda Leopoldo Marechal:

Nadie tomó en serio vuestro meridiano y las contestaciones joco–serio–despectivas de Martín Fierro son una buena prueba de lo que digo; inventamos alegremente ese personaje absurdo que se llama Ortelli y Gasset y que tanto estrago causó en vuestras filas (MF IV, 44–45, 31 de agosto–15 de noviembre de 1927, 10).

Esta información ha sido corroborada posteriormente por Carlos García en una reseña que discute erradas atribuciones de algunas fechas y de algunos de los seudónimos aparecidos en el periódico Martín Fierro.

No todos los contendientes toman en cuenta ese provocador artículo, entre otras cuestiones, porque, más allá del reconocimiento de su espíritu festivo, su lunfardismo debía hacerlo tan críptico en La Habana como en Madrid, o en cualquier otro punto del continente. No obstante, la revista de avance en “Directrices” (que funciona como editorial), utiliza como referente párrafos textuales de una carta en la que un corresponsal vinculado a Martín Fierro (a quien no nombra) manifiesta: “Todo país original necesita un idioma original; y nuestra mayor gloria fincará en que dentro de quince años los españoles no nos comprendan cuando hablemos” (revista de avance, I, 11, 15 de septiembre de 1927, 274). Una corroboración, en todo caso, de la gravedad de la humorada que coincide con expresiones muy similares de Pablo Rojas Paz: “Nuestra ilusión debe ser la de echar a perder de tal manera el castellano que venga un español y no entienda nada de lo que le digamos” (MF 42, 6). Es como si una parte de la vanguardia argentina recuperara, en otro tono, la radical voluntad autonomizadora del Salón Literario de 1837:

Nula, pues, la ciencia y la literatura española, debemos nosotros divorciarnos completamente con ellas […]. Quedamos aún ligados por el vínculo fuerte y estrecho del idioma; pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa (Juan María Gutiérrez, 145).

En la contundencia, rapidez y desparpajo con que Martín Fierro abre el debate, también pueden leerse los rasgos de una modernidad que redobla la apuesta con otro escándalo al proclamar a Buenos Aires “meridiano espiritual de Hispanoamérica” (Pablo Rojas Paz: “Imperialismo baldío”, MF 42, 6). Suscripta por Ildefonso Pereda Valdés: “El meridiano intelectual de América no es Madrid, es Buenos Aires” (“Madrid, Meridiano, etc.”, MF 42 ,6) y por Santiago Ganduglia: “Nosotros tenemos, por último, la jactancia de proclamar metrópoli a Buenos Aires desde que contamos con Girondo, Olivari, Borges, Arlt, González Tuñón, etc.” (“Buenos Aires, metrópoli”, MF 42, 7).

Una presunción que provoca rechazos diversos. En México, Ulises (I, 4, octubre de 1927, 38–39) reacciona sobre todo contra el tono agrio y el dudoso humorismo que Martín Fierro imprime a la polémica; considera una “inocente utopía” el planteo de La Gaceta Literaria y recrimina a los porteños que han contestado “con más prisa que inteligencia, con más amor a Buenos Aires que justicia a España”. Confronta enérgicamente y desestima por ingenuas y faltas de verdad las opiniones de Pereda Valdés que niega la acción civilizadora de España y propone hacer un “arte azteca”, ocurrencia que merece una cruel ironía: “Eso está hecho ya, y muy bien hecho hace muchos años, y cualquier Historia del Arte que caiga, por descuido, a manos de Pereda Valdés, puede ilustrarlo”. En ese tono de Ulises resulta casi sorprendente el final, en el que se cruzan una recomendación de buenos modales con la implacable impugnación de la propuesta española: “para no admitir que un extraño imponga la ley en nuestra casa no es preciso negarlo, ni llenarlo de improperios, basta indicarle con nuestra actitud severa, seria, cuál es su lugar con relación al nuestro” (39). La condición de extraño (énfasis mío) para referirse a lo español y la firmeza en colocar en el lugar del otro a la cultura española para establecer la diferencia, alcanza por la concisión de la formulación una gran eficacia y se constituye en argumento contundente.

También desde México, Jaime Torres Bodet publica en el mes de octubre en Excelsior un artículo que recoge Repertorio Americano: “La geografía intelectual de América. Un meridiano de modestia”. Escéptico del hispanoamericanismo oficial en general, la agudeza de su planteo hiere a ambos polos de la contienda. A España, porque la pretensión de ocupar el escenario americano la aparta de aquel “que debiera lógicamente reclamar, EL QUE ELLA MERECE”, es decir, Europa (las mayúsculas son del original). A los “eruditos argentinos” por su actitud impetuosa e irreflexiva, porque declaran “con extraviado orgullo” su negación de “la tradición española del idioma en que escriben” y porque “no se dicen una sola vez hispanoamericanos” (Repertorio, XV, 21, 3 de diciembre de 1927, 336). El silencio de Martín Fierro sobre lo que no es exclusivamente nacional, e incluso porteño, su desdén por las realizaciones de la cultura continental descalifica la estridencia de una protesta justificada en tanto la declaración de La Gaceta Literaria ignora que “una América independizada en 1820 de España, no querría seguir siendo una colonia suya —por el espíritu— en 1927” (Torres Bodet, Repertorio, XV, 21, 335).

Si bien todos los que participan en Martín Fierro coincidirían en “rehusar con entusiasmo”, como dice Borges (“Sobre el meridiano de una gaceta”, MF 42, 7), la invitación de La Gaceta Literaria, los matices son numerosos y van desde el tono mesurado de Lisardo Zía al desenfado lunfardista con que Ortelli y Gasset rechaza la propuesta y al que ya hemos hecho referencia: “Espiracusen con plumero y todo, antes que los faje. Che meridiano: hacete a un lao, que voy a escupir”. No se ahorran agravios ni a la cultura ni a la política españolas del momento; se satiriza la dictadura de Primo de Rivera: “‘Madrid: meridiano’ de trastornos marroquíes y las payasadas de Primo de ‘la Costanera’” (Ricardo E. Molinari, MF 42, 6), y, salvo en los artículos de Ganduglia y Zía, no se alude a la cuestión del latinismo que en la propuesta de Guillermo de Torre aparecía como fundamental. Como para corroborarlo, Martín Fierro inserta la antes mencionada carta de G. de Torre a García Monje, enmarcada y bajo el título “Hispanismo Anti–Latino” (MF 44–45, 10).

En el arco de opiniones que se va desplegando muy rápidamente, La Pluma de Montevideo, lo mismo que Martín Fierro, parece tener como único referente a La Gaceta Literaria, aunque la revista montevideana reconoce de inmediato la autoría de Guillermo de Torre. En “El Meridiano Intelectual de América” (probablemente del director de la revista, Alberto Zum Felde, agosto de 1927) se dice:

El tan avisado Guillermo de Torre —a quien se atribuye la franqueza— ¿no ha tenido aviso de que, hace ya tiempo que nosotros, los americanos —y especialmente los americanos del Plata— hemos entablado relaciones directas con Europa, sin pasar por las aduanas de los Pirineos? (Schwartz, 557–559).

Desde Lima, también en 1927, José Carlos Mariátegui celebra la recuperación del filo combativo de los porteños “contra la anacrónica pretensión de La Gaceta Literaria de que se reconozca a Madrid como ‘meridiano intelectual de Hispanoamérica’” (Mariátegui, 116). Al tiempo que la considera una tentativa de restauración conservadora frente a una larga y costosa emancipación de la Metrópoli por parte de los hispanoamericanos, niega a la España de entonces la pretensión de “coordinarnos y dirigirnos intelectualmente”, valora las redes de comunicación establecidas en esos años aunque no elude una convicción sobre el presente y una apuesta orientada al futuro: “Hispanoamérica es todavía una cosa inorgánica. Pero el ideal de la nueva generación es, precisamente, el de darle unidad” (117). Reconoce en el continente mismo la gravitación de dos grandes campos: México al norte y Buenos Aires al sur. Y, reduciendo, en parte, el alcance del meridiano a una cuestión de mercado literario, opta por Buenos Aires, “más conectada con los demás centros de Sudamérica” (118) que México, pero nunca por Madrid. Aunque no se expide sobre el latinismo, planteo fundamental en la argumentación de Guillermo de Torre, como se ha dicho, en lo que se refiere al nombre, Mariátegui se mantiene en la opción del hispanoamericanismo; la misma postura que sostendrá Pedro Henríquez Ureña. Sobre la cuestión del mercado literario y en consonancia con Mariátegui también intervendrá desde España Miguel de Unamuno: “Los negocios son los negocios y la literatura es la literatura” (MF 44–45, 12). Un detalle al que se volverá cada vez que se pongan en relación el poder simbólico y el capital cultural de la lengua: “La industria de la lengua es una fuente inagotable de producción y de acumulación de riqueza”; un complejo capital lingüístico-cultural que en los EE.UU. forma el 15% del PIB de España según datos de José del Valle recuperados por Julio Ramos en el prólogo a la novela de Tomás Rivera …y no se lo tragó la tierra (Ramos, 29–30). Una recurrencia que se desplegó, una vez más, en algunas de las opiniones vertidas en fecha muy reciente en el Congreso de la Lengua celebrado en Panamá y recogidas en El País. Babelia, 1142, Madrid, 12 de octubre de 2013, cuyo análisis dejo para otra oportunidad.

En el contexto de esas asperezas, uno de los mayores agravios que se reprochen a La Gaceta Literaria y a los españoles en general será su desconocimiento de la literatura y de la cultura americana. Es la reconvención que encontraremos en la “Carta al Señor Guillermo de Torre” de Jorge Cuesta (firmada en México el 9 de abril de 1927, publicada en Repertorio Americano, XIV, 17, 7 de mayo de 1927, 268–269) y reproducida, junto con los textos de seis poetas nuevos de México, en el mismo número con que Martín Fierro inicia la discusión del Meridiano Intelectual. Su motivo es una crítica a la manifiesta ignorancia de Guillermo de Torre (“No conoce usted a los poetas mexicanos y, sin embargo escribe sobre ellos”, MF 42, 268) así como a las confusiones ofensivas del artículo “Nuevos poetas mexicanos”, publicado en el número 6 de La Gaceta Literaria. Lo acusa entonces de establecer como norma de estimación “la única poesía que quiere usted poner dentro de la hora presente, cuyos ejemplos clarísimos son sus propios poemas y la prosa de esdrújulos con que usted mismo escribe esta clase de artículos [...]”. Es la misma queja formulada por Angélica Palma (“Literaturas de América”. El Sol, Madrid, 7 de diciembre de 1927), quien critica la falta de curiosidad y el desacierto implícito en la emisión de opiniones ‘a la ligera’ que ejemplifica primero con el carácter excepcional, único, atribuido a Darío por desconocimiento de los modernistas mexicanos (Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, González Martínez, Luis Urbina, Rafael López) y luego con la ignorancia de tres obras cuya originalidad resalta: Facundo, Tabaré y Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, que “sólo en América podían nacer […]: así se explica que éstas y otras obras […] carezcan de similares en la literatura de España” (Alemany, 144).

Volviendo al ámbito porteño, mucho más prudente es el artículo que Nosotros dedica al problema del meridiano. Su autor, Luis Pascarella, adopta un tono condescendiente hacia “la muchachada literaria” pero también es muy firme en la crítica a La Gaceta Literaria, sobre todo por sus errores y el desconocimiento del “espíritu argentino”:

Madrid, en el momento actual, no constituye un punto de referencia intelectual; es uno de los tantos “meridianos” geográficos cuyo conocimiento puede ser útil; pero en manera alguna es el “meridiano” económico–político, científico y artístico que las repúblicas hispanoparlantes, tienen en su cartografía espiritual como punto de referencia (Pascarella, 219).

La misma revista porteña propondrá unos meses después una encuesta sobre el meridiano con el interés de analizar la importancia de la influencia italiana en nuestra cultura. Lo que empezó como un chiste —“[la] fuentada ítala de ravioles”— con que Borges ahuyenta los fantasmas españolizantes, se convierte entre febrero y julio de 1928 en una discusión de proyecciones que abarca a las figuras intelectuales más diversas pero que también mereció expresiones agraviantes en, por ejemplo, Antonio Espina: “Es posible que llegue un día […] en que todos estos scalabrinis y ganduglias, alcancen la mentalidad normal del hombre” (Alemany, 88). Con más humor, esa influencia parece haber sido prevista por Manuel Álvarez Marrón, un colaborador del Diario de la Marina de La Habana que, gracias a ello, mereció ser incluido en la sección titulada “Index Barbarorum” de la revista de avance:

A mi humilde modo de ver, la trapatiesta que han armado los bambinos del Martín Fierro no obedece a motivos literarios, ni Cristo que lo fundó [...]. Muchos años ha, desde que los italianos han invadido la Argentina en gran número, han estado revelando más o menos disimuladamente esas tendencias. Ahora ya el ‘elemento’ italiano de dicha República se siente bastante fuerte para no andar con disimulos. De ahí su mirar con desdén todo lo español, y de ahí el escupir por el colmillo del Martín Fierro (revista de avance I, 13, 15 de octubre de 1927, 27).

Un rasgo común a todas las intervenciones americanas, al margen de sus variados matices, sería la cerrada defensa de independencia intelectual y de mayoría de edad que responde virulentamente al tono paternalista del artículo de Guillermo de Torre. En el orden puramente argumentativo, sus precauciones orientadas a un intento de mejor comprensión de sus ideas y el plural mayestático (“Adviértase el cuidado con que evitamos escribir el falso e injustificado nombre de América Latina”. “Subrayamos intencionadamente esta previa cuestión del nombre, porque...”), no podían dejar de ser leídas como recursos orientados a marcar la minusvalía de percepción de aquellos a quienes se dirigía (los subrayados son míos). Una minusvalía que algunas intervenciones de La Gaceta Literaria se ocupan de subrayar siempre con referencias a lo atrasado, según Giménez Caballero: “Martín Fierro ha dado a nuestro editorial del núm.8 una interpretación de campesino ofendido” (Alemany, 82); menos sutil, Antonio Espina llama “horteras” a los redactores de la revista porteña (Alemany, 88). Para no mencionar las connotaciones racistas de uno y otro lado; de nuevo Giménez Caballero: “¡Cómo se va a entender Madrid con quienes aspiran a forjarse una cultura a base de candongueos y frases de mulato! (Alemany, 82).

El mismo recurso se evidencia en el uso de una adjetivación que elimina directamente el argumento para congelar en la autoridad y la soberbia una cuestión que estaba siendo objeto de elaboraciones, inquisiciones, preguntas sin respuesta o con respuestas larvadas, pero en ebullición. América Latina: nombre “falso e injustificado”, “advenedizo” dice Guillermo de Torre: “que, unas veces por atolondramiento, y otras, por un desliz reprobable —haciendo juego a intereses que son antagónicos a los nuestros—, ha llegado incluso a filtrarse en España”. Quizá la clave esté en la idea que encierra lo de “advenedizo” como sinónimo de extranjero, de no natural, de arribista también, o de marginal, sólo concebible desde una legalidad autorizada por cierta prosapia, cuyo valor es justamente lo que le niegan de manera casi unánime la mayoría de los polemistas. La actitud paternalista de Guillermo de Torre vuelve a transparentarse en el ademán teológico que insinúa el perdón de un pecado producto del “atolondramiento” o del “desliz”, “reprobable”, pero finalmente debilidad; resbalón que no es caída. Su centralismo hispanizante se afirma en un pretendido “universalismo español” que, defendido por Ramiro de Maeztu, había provocado una respuesta del escritor boliviano Franz Tamayo (“Universalismo español”, revista de avance, I, 3, 15 de abril de 1927, 46–48, 57).

Su base es un ilusorio iberismo desmentido en la misma España en El Sol por Gaziel quien, además de considerar “saludable” la reacción de Buenos Aires, sugiere que “si se le ofreciese la ocasión reaccionarían lo mismo […] Lisboa, Barcelona, Santiago de Galicia y Bilbao” (“Los meridianos de Hispanoamérica”, Alemany, 80). De Torre, contrariamente, considera que el iberismo ya se ha consumado en la propia España “con referencia a Cataluña y a las demás lenguas peninsulares”, y es desde allí, desde esa quimera que alude a Hispanoamérica, Iberoamérica, América española o mejor, América hispanoparlante. A su juicio, no existen otros nombres “lícitos y justificados” para designar a “las jóvenes Repúblicas de habla española”. Más allá del tópico de la juventud débil e inexperta que supone un referente marcado por la madurez y el saber, más allá de su inoportunidad histórica en un momento que, como el de las vanguardias, apuesta precisamente a la fuerza de la juventud frente a lo gastado, la argumentación de Guillermo de Torre, aparece como deudora de una legalidad sustentada en, por lo menos, una imagen desactualizada y que no se esfuerza por actualizar, de la cultura, digamos, hispanoamericana.

Al afirmar que los tres factores fundamentales constitutivos de esa cultura son: “el primitivo origen étnico, la identidad lingüística y su más genuino carácter espiritual” (signifique esto último lo que signifique), desconoce las profundas transformaciones operadas en el continente después de los cuatro largos siglos que van desde 1492 a 1927. En la oración siguiente y sin ninguna reflexión previa admite que “los vínculos más fuertes y persistentes no son los raciales, sino los idiomáticos” y culmina: “puede afirmarse paladinamente que todos los mejores valores de ayer y de hoy —históricos, artísticos, de alta significación cultural—, que no sean españoles, serán autóctonos, aborígenes, pero, en modo alguno, franceses, italianos o sajones”. La imposibilidad de pensar la cultura americana como una multiplicidad, como una entidad diferente de España, como un campo cultural con temporalidades y rasgos propios que exigen modos de abordaje diferentes de los tradicionales, lo conduce al planteo de una falsa opción: esa cultura será en su opinión o española o autóctona (que para él es lo mismo que aborigen). Niega la madurez de una entidad que es ya otra, producto no sólo de largas y cruentas guerras de independencia sino de intensas y en algunos casos prolongadas experiencias de transculturación, y desconoce los ensayos que en esos mismos años indagan, desde los más diversos ángulos, la complejidad del mundo americano (Stabb). Ninguna de esas indagaciones y tampoco la práctica discursiva sobre la que se asientan, permiten suponer siquiera una adscripción a lo mero español, francés, italiano o sajón gratuitamente atribuida.

Creado un peligro imaginario se produce una crítica autoritaria; en lugar de abrir la discusión la cierra. Las opciones rígidas provocan reacciones también señaladas por la rigidez. Es notable, por lo demás, que haya sido Guillermo de Torre el vocero de una concepción que pretendiendo ser totalizadora, no es más que provinciana. Detrás del miedo de los españoles al latinismo se cree advertir un provincianismo (“El paisaje de España se reduce al de España misma: un pentágono”, Lisardo Zía, MF 42, 7) que los contendientes de Martín Fierro combaten, por una parte, con la convocatoria a la universalización, y por otra, con la recuperación de un fondo nacional criollo y en algunos casos puramente urbano. Del mismo Lisardo Zía:

La realidad americana va desde un poema de Góngora hasta un automóvil de Mr. Ford; es una guitarra lamentándose en la noche, y es un primer arado roturando la pampa bajo un sol que no es el sol de Europa.

Si esa línea aldeana coexistía en la España del 27 con otras que hicieron de la modernidad una bandera bajo la que militaba el propio Guillermo de Torre, la pregunta es: ¿cuál es el punto en el que ambas concepciones se encuentran? ¿Qué significa en esos años la asunción por La Gaceta Literaria de un hispanismo centralizador anclado en el inmovilismo decimonónico como el que desata la polémica?

Cuando la revista de avance ingrese al debate elegirá el ángulo del cosmopolitismo: “porque es propio de este instante, de esta inquietud nuestra, de esta sensibilidad nueva, un cosmopolitismo intelectual que borra fronteras y ve con ojos desinteresados toda estrecha limitación” (Directrices: “Sobre un meridiano intelectual”, revista de avance I, 11, 15 de septiembre de 1927, 273–274). Un cosmopolitismo intelectual imbuido de un hondo sentimiento nacional, político y cultural que constituye quizás un rasgo definitorio de la vanguardia cubana. Aunque el editorial comience comentando con extrañeza el “tono protector”, que imaginaba ya desterrado en las relaciones entre América y España, y califique de “imaginario” el esgrimido peligro anexionista de Francia e Italia, trata de bajar el tono de la polémica disculpando al articulista. Esto no le impide advertir que el planteo de Guillermo de Torre lleva a un callejón sin salida, “una encrucijada de su propio invento”, en relación con las falsas opciones que propone. Retomando una imagen autodefinidora que en su primer número equiparaba la revista a una nave en busca de todas las latitudes, recuerda que “los meridianos, aun cuando sean intelectuales, no pueden imponerse: caen por afinidad espiritual”. Invita al viaje de circunvalación y a la orientación según distintos meridianos, entre los que no excluye a Madrid. La firmeza de las opiniones respecto de La Gaceta Literaria, no declina la gentileza y un cierto medio tono muy característico de la revista de avance en relación con otras publicaciones de las vanguardias en América Latina. Optan por la sonrisa y se distancian de la “innecesaria acritud” de Martín Fierro y de lo que consideran una indignación exagerada.

La sensatez se alimenta de varias cuestiones. La fundamental pasa por la defensa del idioma común, que uno de los artículos de Martín Fierro, como ya se vio, corroe desde el lunfardo. La respuesta de la revista de avance se constituye en la tensión entre el cosmopolitismo entendido como apertura hacia lo nuevo (rasgo que comparte con todas las vanguardias), y la necesidad de reivindicar lo nacional, muy fuerte en una cultura que vive bajo la amenaza de su disolución. La presencia económica, política y cultural de los Estados Unidos —peligro no imaginario y nada lejano— y la acción deletérea del régimen machadista sobre las instituciones republicanas le imponen, por una parte, señalar la diferencia con Martín Fierro en la cuestión del idioma y, por otra, con La Gaceta Literaria en el tema del meridiano.

Dos meses después, el equipo editorial retoma la cuestión de lo que ahora denomina “las relaciones culturales panhispánicas”:

El incidente del “Meridiano” —harto tergiversado— no debe escondernos el genuino espíritu fraterno que anima la actitud de los nuevos escritores de España hacia la joven literatura americana. Es el suyo un “desinteresado interés” de camaradas, sujeto —claro está— al rigor estimativo que exigen los nuevos tiempos (Directrices: “Los escritores jóvenes españoles y nosotros”, revista de avance I, 16, 30 de noviembre de 1927, 112).

No escapa a la atención que la sensatez, el tono moderado e incluso el giro conciliador (en relación con el anterior artículo), se alimentan, en este caso, de varias cuestiones. En parte se explica por el peso del hispanismo en el espacio cultural pero también por la necesidad de evitar el aislamiento tanto del resto de los intelectuales americanos como de los españoles con los que estrecha lazos cada vez más fuertes, incluso a nivel formal a través de la Institución Hispano-Cubana de Cultura.

Ello no impide que, desde su primera intervención, hayan realizado dos señalamientos de interés. Uno, que la influencia de París se ejerce también sobre España (reconocido por algunos polemistas españoles: “España misma, ¿no se empapa de Francia?...”, Melchor Fernández Almagro, Alemany, 87), con lo que devuelve la reflexión a su punto de origen. Otro, que aparece sólo en esta publicación, va al fondo de la prevención española contra las influencias extrañas, avanzando hacia un polo que nadie había mencionado en esta polémica y que pocos años después se constituirá en un punto sobresaliente de la lucha ideológica. Dice la revista de avance: “Prevención semejante podría tenerse con Rusia, que ha polarizado últimamente la atención de los intelectuales de todas partes, y en gran escala la de los españoles” (I, 11, 15 de septiembre de 1927, 273).

En ese momento parece que los vanguardistas cubanos ven (aunque con matices de diferenciación que se acentuarán con el correr de los años), en el polo revolucionario —que es lo que con sutileza están marcando— uno de los meridianos posibles de la cultura continental y también de la española. Esa esperanza es constitutiva del momento ideológico en que se entabla la polémica y ayuda a entender la relación entre internacionalismo y nacionalismo que en algunas zonas todavía puede pensarse dialécticamente pero que pocos años después escindirá de un modo casi absoluto el campo intelectual. En la mayoría de las posiciones publicadas en La Gaceta Literaria y, muchas veces también, en El Sol se percibe, por el contrario, más que la defensa de lo nacional, un tono nacionalista, que va a ser trágicamente característico, también para España, en la siguiente década.

El análisis, así sea somero, de estas discusiones posibilita una reconstitución del espacio cultural latinoamericano y de sus conflictivas relaciones con el sector de avanzada de la cultura española, anteriores incluso al estallido de la polémica como se ve en la reseña de Índice de la nueva poesía americana (1926) publicada en Horizonte que no vacila en la temprana crítica a un Guillermo de Torre siempre empeñado en polémicas que aseguren sus méritos:

A pesar de Guillermo de Torre, la América sabe lo que le debe a Huidobro, el poeta puede estar seguro que la envidia de un europeo, no hará nunca que se pierda su contribución al despertar de la pampa, que al fin, el pobre de don Guillermo no es más que un periodiquero (Horizonte 8, noviembre 1926, 63).

O en Orto (Manzanillo, 30 de abril de 1927) que vuelve al tema de los intereses editoriales: “Por tanto, queridos españoles, ¿por qué chillar tanto sobre el meridiano de Madrid? El auténtico y triste meridiano actual de Hispanoamérica es el servil de la traducción” (Alemany, 114).

El debate puede leerse como un momento de inflexión que instala una zona de conflicto en el recorrido ya realizado por la cultura del continente; un punto en el que pueden advertirse tanto límites como proyecciones. Se pone en discusión el concepto de hispanoamericanismo, y sobre todo, la relación con el hispanismo y se proyectan definiciones autonómicas de gran trascendencia sobre el idioma. Adolfo Prieto (1988) percibe las tensiones que se anudan en torno a la lucha por el lenguaje con reflexiones válidas en este contexto aunque se remitan a la publicación del libro de Abeille, El idioma nacional de los argentinos, en 1900:

La polémica [...] se convirtió pronto en el punto de reflexión privilegiado sobre el estado de la sociedad argentina. La lengua difundida en los folletos criollistas podía no ser el modelo ni real ni deseable del futuro idioma nacional. Pero esa lengua y la literatura en la que la misma se articulaba estaban allí, existían y operaban sobre el imaginario colectivo, empujando o reprimiendo direcciones de oscuro designio, mientras el cuerpo social, verdadera tierra de nadie, soportaba el momento más crítico de la congestión cosmopolita, la consolidación novedosa del gremialismo y la violencia anarquista (Prieto 1988, 168).

La acritud de la polémica argentina de 1900 va más allá de una discrepancia académica con Abeille; la defensa del español como acto de patriotismo por parte de Ernesto Quesada condensa entonces sentimientos similares a los que operarán de manera muy poderosa en la vanguardia cubana unos años después y cuyo origen es también cercano: la derrota de 1898, que elevó la lengua, en palabras del mismo Prieto, “a categoría de símbolo de resistencia a la expansión del imperialismo yanqui” (Prieto 1988, 170). Es el momento de tránsito del nacionalismo liberal al nacionalismo hispanizante que nace inevitablemente con carácter defensivo y que se proyecta desde el fin de siglo a los años veinte; de alguna manera parece cuajar en La Habana pero retrocede en Buenos Aires en parte por las razones que, como se ha visto, atravesaron el debate del Meridiano.

Como muestra Carlos M. Rama, si desde mediados del siglo XVIII la América española colonial “no era ya un mero apéndice provincial castellano”, es en los años que van de 1810 a 1898 cuando “surge América Latina como una entidad cultural autónoma, con una alta conciencia de su identidad y unidad interna y, ante todo, de sus distancias y diferencias con la metrópoli” (C.M. Rama, 9). El aislamiento cultural de España (aunque se mantuvieran puentes de contacto, más bien populares y espontáneos), acentuado a partir del 98, y bajo la dictadura de Primo de Rivera en los primeros años del 20, tuvo su origen principalmente en la actitud de la España oficial y en “su endémica crisis decimonónica” que desconoció no sólo que América había cultivado rasgos nuevos y experiencias propias sino que se había integrado más que la exmetrópoli a las corrientes cosmopolitas. Era difícil que esa España pudiera ofrecer entonces un escenario comparable al que ofrecía París que parecía el único lugar en el que podía realizarse la pertenencia a la gran cultura occidental; quizás sea esta ilusión la que hace la gran fortuna del latinoamericanismo, mucho más que las especulaciones paranoicas sobre los peligros del latinismo. La extranjería, el muchas veces difícil retorno a las propias patrias las constituyen en memoria nostálgica y muchos buenos textos latinoamericanos del período se escriben desde esa nostalgia memoriosa, una distancia que, por otra parte,  alimentada en las nuevas estéticas permite a muchos dar el salto mortal con red que los salvará del costumbrismo y el exotismo. La lucha entre lo viejo y lo nuevo en el calor de las polémicas, vivifica y expande la cuestión de la identidad en cada una de las patrias en el interior de las sociedades americanas que se cocinan en el jugo de todas las contradicciones. Y esa sociedad ideal y mítica de las calles de París, en las que todos se encuentran en algún momento en los espacios privilegiados de la bohemia, la política o el arte, se reproduce en América pero de otro modo.

Es en algunas de las zonas del discurso que se va forjando en esos años, más allá del sesgo provocativo de algunas intervenciones, donde ya es posible reconocer el germen de un modo de rodear el problema en el que se inscriben futuras proyecciones como las que podemos leer en los ensayos mayores de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas o Germán Arciniegas entre otros, o en reuniones como las realizadas en Buenos Aires en 1936, donde se percibe la condensación de un momento de madurez en el debate entre los intelectuales latinoamericanos y los europeos (Manzoni 2009).

El tema de la lengua propia en América al que hicimos rápida referencia y que por eso no consideró las propuestas sarmientinas en su exilio chileno ni los debates que entonces se suscitaron, se reactualizará en el fin del siglo XIX y, sobre todo, a comienzos del XX cuando la profundidad de las variaciones en el español rioplatense provocadas por el intenso intercambio con los inmigrantes creó, según Américo Castro, una situación de “desbarajuste lingüístico” (1941), el cual, según unos pareceres constituiría las bases de formación de una nueva lengua y, según otros, apenas “la línea de separación entre el habla plebeya y la de los criollos cultos” (Di Tullio, 570). En ese contexto los vanguardistas reaccionarán también contra la política de la lengua promovida en los espacios de la educación, el periodismo, la política universitaria, la cultura en general por los intelectuales del Centenario que recuperaron e intensificaron los lazos con España en una actitud desafiante que encontró su vocero en el Manuel Gálvez de El solar de la raza (1913): “Somos españoles porque hablamos español” (Di Tullio, 570).

Se vuelve necesario reponer ese contexto en la lectura de la polémica de 1927, entre cuyos antecedentes, aunque no se los mencione explícitamente, estarían, entre otros materiales, dos artículos de Américo Castro publicados en La Nación en 1924, base de su libro de 1941, La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, del que se burló Borges poco después en Sur (1960), con el mismo entusiasmo con que rehusó al lado de sus compañeros martinfierrristas la propuesta de Madrid como meridiano intelectual de América. Esto ayudaría a entender mejor también el descaro de quienes sienten que están haciendo el idioma contra las prevenciones y ortodoxias del Centenario: “Hablamos su lengua por casualidad, pero la hablamos tan mal que impertinentemente nos estamos haciendo un idioma argentino” (Nicolás Olivari, “Madrid, meridiano intelectual [de] Hispanoamérica”, MF IV, 42, 6); un programa que se une al orgullo por los avances de Argentina en materia política y cultural así como al escándalo por el desconocimiento, la ignorancia de los españoles respecto de América. Un mérito de la polémica es haber desatado en las distintas áreas involucradas, una serie de reflexiones sobre las características de la propia cultura. En el Río de la Plata las coincidencias en la universalidad, la modernidad y la diferencia, la fiereza en la asunción de una otredad respecto de España y de Europa y el convencimiento en el futuro de una cultura joven que se percibe a sí misma como vigorosa y como central, parecen definitorios hasta en la burla: “Se tenemo efe”... “Se tenemo una efe bárbara” (Ortelli y Gasset). La figura del meridiano es adoptada y explotada al máximo de sus posibilidades; las variantes van desde lo cósmico hasta la esquina de Esmeralda y Corrientes en la orgullosa Buenos Aires de entonces.

Muchas de las reflexiones, prevenciones, cuidados que transitan las respuestas se constituyen en el telón de fondo sobre el que se insertará la cuestión del nombre. ¿Latino, hispano, indo, ibero, afro...americanos? Si el nombre es lo que instala la distinción, la diferencia, la dificultad de nombrarse es por lo menos síntoma de un problema que vuelve una y otra vez y que se debe considerar también, en el contexto del realineamiento de fuerzas en Europa y en América en el momento que se conoce como de entreguerras. Los ecos no apagados de la gran guerra, sumados a los peligrosos enfrentamientos de países europeos en zonas coloniales y la emergencia de los Estados Unidos de América como una poderosa fuerza económica, política y militar, la agresividad de su diplomacia y de sus ejércitos, ponen en tensión el mundo cultural. Como contrapartida, París es, en esos años, el foco que atrae irresistiblemente a los intelectuales americanos, de toda América; los jóvenes rebeldes de Norteamérica se cruzan en las calles de la capital universal de la cultura con los que provienen de las repúblicas del centro y del sur, para no hablar de los estudiantes africanos y afrocaribeños que crearán como dice Depestre la “palabra-concepto de negritud” (Depestre, 357). Exiliados, diplomáticos, estudiantes, se encuentran en lo que no vacilan en considerar el centro del mundo; una cosmópolis en la que se hablan todas las lenguas y se discuten todas las ideas; es allí donde la pregunta acerca de la identidad se replantea en otros términos (Cheymol). Una de las respuestas que aparece como más elaborada se vincula con la latinidad. Según ella, todos seríamos latinos: franceses, portugueses, italianos, rumanos, españoles; los americanos del sur y del centro serán latinoamericanos. Aun en el fervor de esta latinidad, que por primera vez parece que los pone a la par con las grandes culturas nacionales europeas, la querella persiste (Ardao).

Un debate que en ocasiones vuelve al calor de las efemérides, como se verá muchos años después en las reflexiones de Carlos Fuentes en 1992 cuando ante tres grandes obras de Orozco ve los más y los menos de un gesto que pocas culturas del mundo poseen: “la continuidad de la cultura creada en Indoafroiberoamérica. Y ésta es, precisamente, la razón por la cual la falta de una continuidad comparable en la vida política y económica nos hiere tan profundamente” (Fuentes 1992, 335–336). La continuidad de una cultura y la discontinuidad de la economía y la política parecen alimentar su imposibilidad de nombrar como no sea en la acumulación, gesto que produce un desplazamiento luego hacia la incomodidad que le provoca el nombre de América Latina. En otro texto publicado dos años antes, y de nuevo frente al Quinto Centenario, se inquieta ante la dificultad de nombrar, no sólo al acontecimiento (¿descubrimiento, encuentro, conquista?) sino al propio continente al que, por reconocer carácter multirracial y policultural decide no nombrar como América Latina:

De allí que a lo largo de este libro no emplee la denominación “América Latina” inventada por los franceses en el siglo XIX para incluirse en el conjunto americano, sino la descripción más completa, Indo–afro–Iberoamérica, o por razones de brevedad, Iberoamérica o aun, por razones literarias cuando me refiero a la unidad y continuidad lingüísticas, Hispanoamérica. Pero en todo caso, el componente indio y africano está presente, implícito (Fuentes 1990, 10).

La reactualización de estas vacilaciones se proyecta de manera casi necesaria a la formulación de políticas culturales que, en un proceso, tratan de encontrar respuestas a la relación con los modelos, siempre en una perspectiva que recupera las profusas retóricas ligadas al planteo de la identidad. Es como si entre las numerosas expresiones de esta preocupación, el regreso a la polémica del Meridiano Intelectual nos permitiera valorar no sólo su dimensión continental y trasatlántica sino también su vigencia comprobable en el plano de la crítica ya que después de un cierto olvido, vuelve a reaparecer como problema: es más bien como si nunca hubiera desaparecido del todo, como si periódicamente volviera a reactualizarse, como si cada efeméride o cada acontecimiento compulsivamente llevara a bucear en las viejas fuentes de la cultura continental.

Si en el proceso autonomizador que hemos tratado de articular hubo un momento en que el nombre de América Latina pareció unificador aunque en relativa disputa con Hispanoamérica o Iberoamérica, si en los años sesenta América Latina pareció estabilizarse en un momento de intensa revolucionarización, no sólo continental, luego, hacia los noventa y sus coletazos, tuvo su momento de negación a la luz de las teorías de la posmodernidad cruzadas con los fastos del Bicentenario. Entre muchos otros textos publicados en el filo de 2010 recuerdo ahora el cómico desconcierto que Jorge Volpi dice que le provocó ser considerado latinoamericano en los patios de la Universidad de Salamanca. A partir de allí propone una serie de reflexiones acerca de un mundo desaparecido: “este agreste y poderoso territorio imaginario que algunos todavía llaman América Latina” (Volpi 2009, 26). Una escritura signada por el desencanto frente a la pérdida de lo que casi turísticamente considera característico: la desaparición de sus dictadores y guerrilleros, el desprestigio de la estética del realismo mágico, pérdidas que confluyen en una normalidad parecida a todo lo conocido, en un abandono de la diferencia que nos identificaba. Curiosa miopía metafísica cuando en el nuevo siglo culturas atravesadas por la diáspora, por ejemplo, vuelven a proponer el desafío de pensar si la labilidad de las fronteras entre la lengua del lugar de origen y la del nuevo lugar de residencia modifican y en qué sentido, las escrituras del desarraigo cruzadas muchas veces por las lenguas huésped y a veces producidas en esas lenguas por tantos escritores cubanos, dominicanos, peruanos, salvadoreños. ¿Dónde, cuándo y cómo se legitima la pertenencia a esa cultura que nuestros mejores intelectuales percibieron en su compleja originalidad?

Bibliografía

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Enlaces adicionales

Ø Sobre la Revista de avance véanse también los artículos de  Graziella Pogolotti y de César Leante.

Ø Para una descripción de la revista Horizonte véase el IACC Digital Archive; se puede consultar aquí una versión digital del primer número en la presentación del facsímil.

Celina Manzoni (Universidad de Buenos Aires)